martes, 14 de junio de 2011

ANDRÉS AVELINO CÁCERES Y LA DEFENSA DE LIMA



Luis Guzmán Palomino

Orden de la Legión Mariscal Cáceres

No tuvo Andrés A. Cáceres a su “Zepita” en la defensa de Lima. A finales de setiembre de 1880, fecha de su llegada a Lima, el dictador, Nicolás de Piérola, le dio el mando de una quinta división acantonada en Huaral, a efecto de adiestrarla, disciplinarla y prepararla para contrarrestar un desembarco enemigo que creía sin duda que se realizaría en Ancón. Cáceres replicó que a su juicio la invasión se realizaría por el Sur y solicitó un puesto en ese frente, pero el dictador insistió con terquedad y suficiencia que tenía precisos informes de que Ancón serviría de cabecera de puente a los invasores. Ante ello, al Héroe de Tarapacá no le quedó sino encaminarse a Huaral.

El Ejército de Lima fue entregado al Pierolismo

Pudo advertir Cáceres la tremenda desorganización reinante en la capital. El Ejército de Línea prácticamente ya no existía. Los restos del Primer Ejército del Sur eran refundidos con unidades colecticias que llegaban a Lima de diferentes partes del país; y veteranos jefes y experimentados oficiales de carrera eran sustituidos por condotieros improvisados cuyo único mérito era el de pertenecer al partido de gobierno: “El Ejército de Lima fue entregado a los hombres de partido, mientras los jefes del antiguo ejército veían con dolor el abismo a que se nos conducía, y en que fueron arrastrados por las mismas tropas que se les confiaron al último momento y cuando su influencia sobre ellas debía ser nula” (1).

Se congregaron cerca de 16,000 hombres, pero más de la mitad fueron indígenas reclutados por la fuerza, humildes pobladores que nada sabían del manejo del fusil, que desconocerían incluso hasta el mismo día del holocausto; sacrificada masa que llegó a la capital sin saber a ciencia cierta qué era el Perú. La mayoría creyó que Chile era un general enemigo de sus “señores” o un “animalote, grande, con botas”. Era una muchedumbre casi inerme que en la hora crucial serviría de carne de cañón, ofreciendo su sangre con sublime heroísmo.

Tales eran los hombres que se aprestaban a combatir contra el invasor; y con ellos lo mejor y selecto de la población limeña, aquellos esforzados patriotas que acudieron a los puestos de combate por amor a la bandera y para salvar el honor nacional que mancillaron quienes con su torpeza y ambición propiciaron la catástrofe.

Piérola concibió tres ejércitos: del Norte, del Centro y de Lima; en Arequipa quedó inamovible el segundo Ejército del Sur, fuerte de 5,000 plazas. Hacia la segunda quincena de noviembre los invasores asomaron por el Sur, adentrándose hasta Cañete, pero el dictador todavía insistió en que la ofensiva enemiga vendría del Norte; y a finales de diciembre, descuidado totalmente el frente Sur, Chile pudo desembarcar en Lurín un ejército de 26,000 hombres.

Cáceres quiso resistir en Lurín

De una crónica publicada en “El Comercio” se puede inferir que, sin órdenes precisas del comando supremo, Cáceres movilizó algunas tropas con el propósito de obstaculizar ese avance enemigo, pero tuvo que volver al ser conminado a ello por el gobierno: “Cuando el enemigo ponía el pie en las playas de Lurín, una buena parte de nuestro ejército recibía órdenes de posesionarse a la vez de ese lugar. Aún hay más. Una división al mando del coronel don Andrés Avelino Cáceres desfiló hacia esos lugares a disputar al enemigo el triunfo que principiaba a alcanzar y que importaba una victoria. Pero, ¡invencible fuerza del destino! el coronel Cáceres hubo de regresar después de haber vencido gran parte de ese desierto, obedeciendo órdenes superiores: la sed agotaba a sus soldados, las municiones eran escasas, la tropa caminaba con tan limitados elementos como si marchase a una parada…

“Pero ¿por qué carecía la división de Cáceres de los elementos de movilidad indispensable? ¿En Lima no había bestias y vehículos suficientes para expeditar un ejército? ¿No se habían dado órdenes para empadronar los medios de movilidad que en la capital existían?

En Lima había bestias y carros de particulares, aparte de los que, en escaso número relativamente, poseía el ejército; unos y otros se tenía dispuesto fuesen empadronados y requisados. ¿Por qué, pues, faltaron?… Provistos nuestros ejércitos de las acémilas y vehículos que había menester, una división, un ejército entero, pudo llegar a Lurín cuando el invasor tenía apenas una diminuta fracción de sus tropas en tierra, y entonces, es de creer, que los resultados hubiesen sido distintos” (2).

Piérola culpable del desastre

En medio del caos, Piérola refundió a última hora los ejércitos del Norte y del Centro en lo que denominó Ejército de Línea, que de tal sólo tenía el nombre, según recuerda Cáceres. Dicho Ejército fue dividido en cuatro cuerpos y a Cáceres se le dio el comando del cuarto, integrado por 4,500 hombres. Pero no eran éstos los de la división que había adiestrado más de tres meses en Huaral, sino que se trataba de tres nuevas divisiones, acantonadas en Surco, Chorrillos y Pacayal, a cuyos jefes y oficiales casi desconocía. Se le ordenó concentrar ese cuerpo en las alturas de San Juan, lamentando Cáceres que se permaneciese a la defensiva sin tomar iniciativa alguna.

Piérola no se apareció por ese lado sino después de varios días, y sólo para aprobar su dispositivo de defensa, que no fue otra cosa que un cordón inusual y obsoleto desde medio siglo atrás, desparramando 16,000 hombres en 14 kilómetros de frente, sin fortines ni fuertes y sólo con “baterías” y “reductos” donde se instalaron de manera rudimentaria las piezas de artillería.

Para formarnos una idea más aproximada de la responsabilidad del dictador en el desastre, nada más a propósito que el “Manifiesto” que en mayo de 1881 hizo público el doctor José María Quimper, documento para cuya redacción tuvo el tino de asesorarse con analistas militares. De él son estos párrafos:

“Cuando S. E. el general La Puerta llamó a Piérola para que se encargase del ministerio de Hacienda, se negó éste a aceptarlo pidiendo se le nombrase ministro de guerra y presidente del consejo. El general La Puerta accedió a darle la presidencia; pero en cuanto a la cartera de guerra le hizo presente que no le parecía prudente que asumiese el desempeño de un puesto que no era de su resorte y para el cual le faltaban indudablemente condiciones que sólo pueden dar el estudio, la práctica y los años empleados en una carrera por su naturaleza larga y fatigosa.

“Piérola, textualmente, contestó lo siguiente: ‘Excelentísimo señor, es necesario que S. E. se convenza que yo sé más de milicia que todos los generales del Perú’. ¿Dónde, en qué tiempo y de qué manera pudo el dictador adquirir conocimientos militares? Había recibido su educación en un seminario, que por cierto no es el plantel más a propósito para ejercer la carrera de las armas. Al dejar el seminario se dedicó al comercio de drogas, estableciendo una pequeña agencia mercantil. Posteriormente, se hizo, por escaso tiempo, periodista político, volviendo en seguida a su mercantil ocupación hasta 1859, en cuyo año la dejó para desempeñar la cartera de hacienda. Su principal, casi su único acto como ministro, fue el célebre contrato Dreyfus. Desde 1872 se hizo conspirador. Ni en Torata ni en Yacango pudo hacerse militar, como no pudo hacerse marino en las aguas de Pacocha.

“(Y) resolvió esperar en Lima al ejército invasor, perdiendo, en consecuencia, todas las ventajas que podían proporcionarle las líneas militares de Chilca y de Lurín en el Sur, y de Piedras Gordas y Aznapuquio en el Norte. Su grande obra fue la fortificación del San Cristóbal que, dada la situación del cerro, no tenía objeto ni podía tenerlo, desde que por allí era imposible un ataque del enemigo; gastó sin embargo en esa farsa de defensa 7’000,000 de soles más o menos.

Fortificó en seguida el San Bartolomé, que a ningún resultado proficuo podía conducir. Su sistema de reductos sólo fue iniciado después del desembarco de fuertes divisiones chilenas en Pisco. Dicho sistema abrazó dos extensas e inmensas líneas: la una desde Chorrillos, por Santa Teresa y San Juan hasta Tebes, dos leguas; la otra, más extensa todavía, desde Miraflores por El Pino, La Calera, etc. hasta Encalada. Habiendo desembarcado pocos días después los chilenos en Curayaco y tomado Lurín, el trabajo de los reductos se precipitó y al fin quedó inconcluso.

El plan del general seminarista

Antes de examinar sus disposiciones militares sui géneris, es preciso detenerse en una observación importantísima. Cuando Piérola hizo su revolución, el 21 de diciembre de 1879, el ejército de línea constaba de 20,000 hombres, que estaban reducidos a 16,000 al librar los combates decisivos de Chorrillos y Miraflores, un año y días después. ¿Dónde está, pues, la pretendida actividad de Piérola para organizar y aumentar el ejército? Verdad es que en el año de dictadura recibió fuertes contingentes de reclutas; pero también es cierto que esos contingentes no bastaron para llenar las bajas provenientes de la disolución de 12 ó 14 batallones, ordenada en los primeros días de su gobierno… Piérola no supo ni conservar el ejército que había encontrado en pie y fue falso lo de haber aumentado o formado ejércitos. Lo que positivamente hizo fue organizar inmensas planas mayores, improvisando jefes y oficiales en número muy crecido, que sólo sirvieron para acrecentar los gastos e introducir el desorden en la movilización de los cuerpos.

Renunciando Piérola a las ventajas de la guerra ofensiva y en territorio propio, optó por la defensiva; al tomar esta resolución perdió la mitad de las probabilidades de triunfo… Entre cien casos, apenas habrá diez que hayan dado la victoria, y efímera, al que se encierra detrás de parapetos, fosos, murallas o reductos; en los noventa restantes el triunfo ha sido del ofensor.

Pero el general seminarista tenía otras ideas y creía sinceramente que el ejército chileno había de atacar en detalle cada una de sus fortificaciones. Examinemos su plan. Su primera línea, defendida por 16 mil hombres, tenía dos leguas de extensión. Era, por consiguiente, débil en todas sus partes para rechazar o sostener el ataque de 24 ó 26 mil hombres perfectamente armados y con excelente artillería.

Los 16 mil hombres estaban, además, divididos en cuerpos de ejército de 4 mil, colocados a grandes distancias entre sí, de manera que no podían auxiliarse los unos a los otros en un momento dado. En suma, toda la resistencia que tenía que vencer el ejército chileno era la que pudiesen oponerle 4 mil soldados clavados en posiciones de mediana importancia, con la única orden de sostenerlas a todo trance. Tampoco existía la posibilidad de que a la batalla acudiese la reserva en tiempo oportuno: primero, porque tenía orden de no abandonar en ningún caso sus posiciones, y segundo, porque entre ambas líneas había una distancia de una y media a dos leguas. Nuestro ejército tenía, pues, que ser batido forzosamente en detalle y bajo las condiciones más desfavorables. A tal suerte lo condenaba el gran plan del general seminarista. Todos preveían este resultado” (3)

Cáceres, motu proprio, no pudo menos que recorrer el frente de su sector, disponiendo rectificaciones y situando a sus tropas en lugares que creyó más adecuados; pero no contó con un buen servicio de avanzadas, ya que las que destacó con esta misión no se percataron del avance enemigo.

Fue el propio Cáceres quien con su catalejo lo descubrió finalmente. Piérola estuvo cerca suyo en aquel trance y aunque fue testigo de cómo la artillería enemiga ofendía con fuegos intermitentes el ala derecha de ese sector, se inhibió de dictar orden alguna que contrarrestase su efecto. Así, varios jefes fueron perdiendo la moral y la esperanza en un buen resultado.

Patriótica exhortación de Cáceres

Cáceres, a caballo y a pie, recorría día y noche la línea de batalla, procurando entusiasmar a sus tropas; por lo menos, él sabría cumplir su deber y demandó similar actitud de los batallones que quedaron a sus órdenes: “Lima”, “Pichincha”, “Piérola”, “Canta”, “La Mar”, “Manco Cápac” y “Ayacucho”. A esas horas extrañaba a su “Zepita”. El batallón reorganizado con este nombre, aunque bajo las órdenes de otro valiente, como percatándose del pensamiento de quien le diera gloria en Tarapacá, se aprestaba por su parte a ser fiel a su tradición heroica.

El objetivo del enemigo fue destruir el centro de la línea peruana, precisamente el frente que defendería Cáceres. Contra él se pusieron en movimiento 14,000 hombres, pertenecientes a las divisiones comandadas por el general Baquedano, que atacaría frontalmente, y el coronel Lagos, que trataría de flanquear por la izquierda. No haremos aquí una descripción de lo que fue la batalla en sus varios frentes, y nos limitaremos a reseñar lo que ocurrió con el cuarto cuerpo del ejército que comandó el general Cáceres. En la noche del 12 de enero de 1881, un soldado capturado a las avanzadas enemigas informó que la movilización de su ejército en orden de batalla se había iniciado a las 16.00 horas de ese día. A Cáceres ya no le sorprendió la noticia, pues la esperaba; deploró sin embargo que a otros jefes la proximidad chilena les alarmase sobremanera. Esa noche no descansó un solo momento, inspeccionando primero el reparto de rancho y ron a sus tropas y encaminándose al frente de su línea cuando eran las 03.00 horas del 13, listo para combatir aunque ninguna orden recibiera de Piérola. Pero a esa hora se le presentó el dictador, solicitándole acompañarlo en la inspección de la línea. (Mañana la batalla de San Juan)

A las 04.00 horas, hallándose el campo cubierto por espesa neblina, se escucharon tiros que provenían de un encuentro entre avanzadas, haciéndose evidente que estaba por principiar la batalla. Media hora después, avanzando silente y protegido por la neblina, el enemigo cargaba sorpresivamente sobre el ala derecha, cuya defensa estaba encomendada al coronel Lorenzo Iglesias. Cáceres marchó apresuradamente a ese sector de su línea, seguido casi automáticamente por Piérola, y al percatarse que los chilenos cogían por retaguardia a las tropas de Iglesias, cuando lo hacía notar Cáceres como esperando órdenes, Piérola le volvió la espalda y partió hacia Chorrillos.

Un testigo de lo que sucedió después relataría: “Piérola ya no se dejó sentir en toda la mañana. Ni Dávila que mandaba en la izquierda, ni Cáceres que sostenía el centro, ni Iglesias que se batió en la derecha, recibieron una orden suya. Estuvo en Chorrillos o en los callejones de Villa, paseando como un curioso y escuchando como un autómata los ruidos de la fusilería y las detonaciones de la artillería en todas direcciones. Realizábase así su gran plan” (4)’.

Tampoco fue sorpresa para Cáceres la deserción y fuga del dictador, y al tiempo de verlo partir asumió totalmente la dirección de la batalla en su sector. Según una anónima relación peruana, fue “heroico el comportamiento de este ilustre jefe de nuestro ejército (y) gran parte de sus subordinados supo también cumplir con su deber” (5). Pablo Arguedas y Domingo Ayarza, jefes de dos divisiones que combatieron a sus órdenes, ofrendaron heroicamente sus vidas, a la cabeza de sus unidades que fueron aniquiladas.

Cáceres solicitó el apoyo del coronel Suárez, jefe de la reserva, pero éste se la negó y marchó a Chorrillos, aduciendo que sólo cumplía anteladas órdenes de Piérola. Carente de auxilio, todo el cuarto cuerpo del ejército entró en la línea de fuego, combatiendo durante tres horas al enemigo. Personalmente, Cáceres estuvo en el sector central, animando a la división Pereira que se sostuvo algún tiempo con grandes pérdidas. Pasó luego a la izquierda, pero a su llegada la posición estaba ya en poder de los chilenos; Lorenzo iglesias, a la sazón en retirada, había incumplido sus órdenes. Su pesar aumentó al regresar al centro, pues Pereira acababa de hacer abandono del campo. Y al trasladarse a la derecha comprobó que se consumaba la catástrofe, pues tras valerosa resistencia era finalmente destrozada la división que comandara el bizarro Ayarza.

La última resistencia

Acompañado de sus ayudantes Cáceres intentó reunir los restos y con ellos libró aún una última resistencia, hasta que abrumado por la incontestable superioridad numérica ordenó la retirada, camino de Barranco: “El ejército comandado por el señor coronel Cáceres -refiere un testigo- fue batido por sus dos flancos. Ni las medidas oportunas dictadas por este heroico jefe, ni el ejemplo que él mismo diera de un lujoso valor, ni su actividad para asistir donde quiera que veía decaer el ánimo de sus soldados para estimularlos a la resistencia, fueron bastantes para contener al enemigo que, en crecido número, los atacaba. Cuando ya la resistencia se hizo imposible por la disminución que habían sufrido las fuerzas, y de éstas las que quedaban comenzaron a abandonar sus posiciones cediendo al empuje de numerosos enemigos, el señor comandante en jefe logró reunirlas en su mayor parte y se dirigió con ellas hacia el Barranco. Cuando esto tenía lugar, el espacio comprendido entre Pamplona y Santa Teresa estaba ocupado por el enemigo, y la hacienda de San Juan, donde algunas pequeñas fuerzas, ya en retirada, quisieron hacer esfuerzos por detener el avance violento de aquel, se hallaba sembrada de cadáveres” (6).

En Barranco, Cáceres topó con su valiente camarada el coronel Arias y Aragüez, quien pugnaba también por reunir a los dispersos; y entre ambos lograron reorganizar un buen número, tarea en la que destacó también el coronel Francisco Velarde, jefe de estado mayor del cuerpo de Cáceres, y sus ayudantes Torres Paz, Lecca, Castellanos y Carvajal. A esas horas, el doctor Sebastián Lorente insistió en la necesidad y urgencia de socorrer al coronel Iglesias, a quien suponía batiéndose aún en Chorrillos, a juzgar por los fuegos de fusilería que trepidaban en esa dirección. Y con la venia del general Silva, al mando de 400 hombres, Cáceres marchó a ese frente. En el camino encontró al coronel Suárez, que se retiraba con sus fuerzas casi intactas; le reprochó que hubiese asumido tal actitud cuando había aún fuerzas peruanas resistiendo, a lo que Suárez respondió que los fuegos se cruzaban entre los chilenos que empezaban a entrar en saco a Chorrillos.

Cáceres, no satisfecho con esta respuesta, siguió adelante, hasta que comprobó con su catalejo que, en efecto, el Morro Solar había sido ya tomado. Con todo, temerariamente se acercó a Chorrillos y tuvo que enfrentarse con una columna chilena, poniéndola en fuga; pero cuando proyectaba continuar el combate, entusiasmado con el socorro de artillería que hasta allí condujo el capitán de fragata Leandro Mariátegui, recibió orden del estado mayor general para retirarse a Miraflores. Eran las 14.00 horas de aquel aciago día.

Como hemos dicho, la división Suárez no tomó parte en la batalla, a excepción de un batallón que el heroico coronel Recavarren condujo en auxilio de los que resistieron en Chorrillos. Ese batallón, que escribió allí una página de gloria, no fue otro que el “Zepita”, lo que fue anotado en el parte oficial que firmó el general Silva: “El batallón Zepita No 29 entró por la calle de Lima, dirigiéndolo el arrojado coronel Recavarren, y aunque acometido por varios puntos, peleó con decisión hasta quedar completamente destruido… Recavarren, desangrado y moribundo, fue recogido del campo y conducido a una ambulancia por el general chileno Emilio Sotomayor, quien dirigiera la toma de Pisagua, desde cuya acción había cobrado interés por Recavarren. Este permaneció abandonado y sin auxilio alguno hasta el 17, en que fue recogido y conducido a Lima por los miembros de la Cruz Roja” (7). Otro bravo del “Zepita” fue el sargento mayor José D. Araníbar, quien fue tomado prisionero cuando sus fuerzas se batían con el regimiento chileno Artillería de Marina” (8).

Piérola dormía tranquilo

Refiere Químper que al terminar la batalla, “Piérola dormía encerrado en una habitación de la hacienda Vásquez, a la izquierda de nuestra línea de Miraflores, a más de una legua de este pueblo” (9). Cáceres, tras la dura jornada, tendía a esas horas su capote en el suelo y se acostaba un momento, junto a sus tropas, pensando sin descanso en la manera de dar un vuelco a la situación que no podía ser más grave. Es bien conocido que esa noche, en que las tropas chilenas se hallaban entregadas al saqueo y la embriaguez en Chorrillos, Cáceres solicitó a Piérola, con terquedad, autorización para emprender un ataque que cogería por sorpresa al enemigo; y sabido es también que el dictador desechó el proyecto, calificándolo de estéril e inútil.

Se acordó una tregua el 14, durante la cual Miguel Iglesias, prisionero en la víspera, fue comisionado por los chilenos para negociar con Piérola. El armisticio debía durar hasta la medianoche del 15, pero no fue respetado por el enemigo, que el mismo 14 movilizó sus tropas en disposición de ataque sobre Miraflores. La segunda línea de defensa fue conservada por Piérola en una extensión de dos leguas, mucho más débil que la de San Juan porque fue mucho menor el número de fuerzas que se aprestaron para la definitiva batalla.

Según Cáceres, en San Juan y Chorrillos el ejército peruano no fue aniquilado, sino más bien disperso. En realidad, para defender Miraflores Piérola bien pudo reorganizar 10,000 hombres de los restos de San Juan, más 6,000 de la reserva y otros 2,500 que pudo solicitar del Callao. Pero sólo reorganizó 5,000 del ejército de línea y trajo del Callao apenas 800. Ellos, con la reserva, sumaron los 12,000 que se formaron contra 22,000 invasores.

La línea de Miraflores se organizó en tres sectores de defensa. El de la derecha quedó a órdenes de Cáceres: el centro a las de Suárez y la izquierda a las de Justo Pastor Dávila. En los diez “reductos”, desparramados en una extensión de doce kilómetros, a intervalos de 800 a 1,000 metros, se montaron algunas piezas de artillería, guardadas por fuerzas de reserva. Quedaron a las órdenes de Cáceres los batallones jefaturados por Juan Fanning, Arias y Aragüez, Carlos Arrieta, Augusto Seminario, Maximiliano Frías, Noriega, Frisancho, Porras, Garay, Crespo y Zevallos, formados en dos divisiones.

Batalla de Miraflores

En la mañana del 15 Cáceres recorrió todo su sector, cuidando de que se distribuyera una copa de ron y su correspondiente rancho a cada uno de sus soldados; ordenando el adecuado emplazamiento de su débil artillería; dictando otras varias disposiciones de combate y, principalmente, arengando a sus tropas para combatir con honor por el triunfo o el sacrificio.

Al percatarse que las guerrillas enemigas se situaban a 500 metros de su frente, Cáceres hizo notar al general Silva que la tregua era violada, obteniendo por respuesta que por nuestra parte teníamos que cumplirla rigurosamente. Pero casi de inmediato, cuando empezaba la tarde, se dio inicio a la batalla, al contestar las tropas de Cáceres el ataque frontal de la división Lagos al tiempo que de flanco eran bombardeadas por la escuadra enemiga.

Desde el principio, la lucha fue desigual, pero con todo, los peruanos hicieron allí prodigios de valor, haciendo honor a la tradición heroica del jefe que los condujo. Dejemos aquí la narración a un protagonista del suceso, que al parecer estuvo cerca de Cáceres: “El citado 15, a la una de la tarde, y cuando el jefe de estado mayor coronel Velarde, obedeciendo las órdenes que le impartiera el señor comandante en jefe coronel Cáceres, hacía conducir de la izquierda a la derecha dos piezas de artillería, comenzó el fuego del enemigo. Fue contestado inmediatamente por nuestras tropas, y el combate se hizo general en todo el cuerpo del ejército. El señor comandante en jefe comenzó entonces a recorrer la línea, animando a jefes y oficiales con la palabra y el ejemplo e impartiendo las órdenes que juzgaba oportunas para asegurar mejor la resistencia. Cumpliendo estas órdenes dos de sus ayudantes, el capitán Torres Paz y el teniente Retes, fueron víctimas, el primero por la izquierda de la línea y el segundo en la derecha.

“En estos momentos, en que el fuego se hacía cada vez más intenso, el teniente Castellanos fue herido de gravedad, obedeciendo una orden dada por el señor jefe de estado mayor, quien, a su vez, cumplía las que el comandante en jefe le dictaba. Los jefes de los cuerpos hacían, por su parte, prodigios de resistencia. Esta tenacidad en el combate, la actividad del señor coronel Cáceres, su denuedo, sus disposiciones dictadas con imperturbable serenidad, la cooperación de su estado mayor y de sus ayudantes, y también la resistencia perseverante y brava opuesta por los batallones 1 y 2 del ejército de reserva (que defendieron los reductos de su sector, al mando de Lecca y Ribeyro), todo esto dio origen a que el enemigo fuese rechazado por dos veces y que sus jefes se viesen en la necesidad de auxiliarlo con su fuerza de reserva.

El heroísmo de Cáceres

“En esta terrible lucha, a la pérdida de los oficiales que hemos indicado como pertenecientes a la comandancia en jefe, se agregó la de los coroneles Fanning, Arrieta y Arias y Aragüez, muertos cada uno al frente de sus respectivos batallones, la de otros jefes de menor graduación, la de varios oficiales y la de gran número de individuos de tropa. No obstante esto, el fuego continuaba. El señor coronel Cáceres reemplazaba su primer caballo, que ya expiraba atravesado por una bala; los batallones, aunque diezmados, resistían, y todos de consuno se esforzaban en obtener el triunfo cuando la escasez de municiones se dejó sentir. Esta contrariedad no amenguó, sin embargo, sino momentáneamente tanta y tan notable bravura; y ello se debió a la actitud del señor coronel Cáceres, quien con sus vestidos perforados por las balas y con su segundo caballo herido en varias partes, se lanzaba raudo a la pelea y entusiasmaba a todos. Un auxilio de la izquierda en este supremo momento, y el triunfo era por nuestras armas. Pero no vino ese auxilio” (10).

Ninguna respuesta favorable obtuvieron los ayudantes que envió Cáceres ante Piérola demandándole esos refuerzos: “El generalísimo -cuenta el Héroe de Tarapacá- en ningún momento se presentó en la línea y permaneció en Vásquez con sus ayudantes y el coronel Echenique, jefe del ejército de reserva” (11). Relata un reservista que Piérola, como trastornado, procuraba alejarse a galope de los sitios peligrosos, al tiempo que “el coronel Cáceres dirigía su anteojo sobre las polvaredas que pudieran indicar tropas en marcha. Refuerzo ninguno. Eran, mientras tanto, las 4 p.m., y el fuego enemigo continuaba con gran vivacidad… Hacía más de tres horas que combatíamos, y sin embargo ¡no recibíamos ningún refuerzo! Cáceres, desesperado, decía confidencialmente en un grupo: “No tenemos ya municiones, estamos perdidos” (12).

¡Viva el Perú! Gritaba Cáceres

Y pese a ello, el héroe alentaba a soldados y reservistas, reclamándoles un último esfuerzo; ellos, refiere quien lo vio nimbado de gloria en tan terribles momentos, “al reconocer a nuestro comandante general recorriendo la línea, se electrizaban con su presencia, como si ella les inspirara mayor confianza en la victoria. Los jefes y oficiales lo saludaban con respetuosa familiaridad y él les hablaba infundiéndoles el espíritu de que se hallaba dominado. Ciertamente, si había algo que distraía en esa coyuntura la atención del horrible espectáculo de la muerte, era ese entusiasmo que animaba por todas partes los semblantes. ¡Viva el Perú!, gritaba Cáceres al pasar, ¡Pararse, muchachos! ¡Viva el Perú! contestaban todos, pero con una voz tan unida, pero con tanto brío y frenesí que era preciso ser de piedra para no conmoverse y conservar la serenidad. Unos levantaban sus kepíes en las puntas de sus fusiles, otros los arrojaban contra el suelo con ademán de rabia, como diciendo ¡aquí sabré morir! Y las bandas de música de los batallones tocaban el himno nacional; pero ¡cuán débil era la voz de los instrumentos y cuán ahogada quedaba por el fragor de la batalla! ¡Una hora más, una hora! Decíamos… y la izquierda no daba señales de vida” (13).

Sin apoyo y extenuada su hueste, Cáceres ordenó un primer repliegue; unió los restos de su ejército con la reserva que a las órdenes del coronel Correa y Santiago se puso a sus órdenes. Hubo un momento de tregua, pero porque el enemigo suspendió momentáneamente los fuegos para reagruparse y emprender la ofensiva final, con incontestable superioridad de fuerzas.

Cáceres herido se retira a Lima

Los valientes de Cáceres se defendieron en los reductos, pero al observar el jefe que era imposible y hasta inhumano continuar la resistencia sin municiones, perdida ya la esperanza de ver aparecer los refuerzos, Cáceres ordenó la retirada. Dos balazos atravesaron su kepís sin herirlo, pero al detenerse para encabezar una postrera resistencia en la izquierda recibió un balazo en la pierna, al tiempo que su caballo era también alcanzado. Dice un testigo que al quedar el héroe incapacitado para seguir combatiendo se perdió también al jefe que hubiese podido salvar en orden los restos del ejército y gran parte del parque. Ello sucedió alrededor de las 18.00 horas. Caído Cáceres nadie pudo contener la dispersión de las diezmadas tropas.

Poco menos que abandonado a su suerte, muertos o heridos casi todos sus ayudantes, el héroe tomó el camino de Lima. En el trayecto fue auxiliado por el comandante Zamudio, quien le alcanzó un poco de agua y le vendó la pierna con su pañuelo. Ya de noche, a caballo, Cáceres llegaba a la plaza de la Exposición: ya no solo, pues al reconocerlo se le había unido buena cantidad de dispersos, dando vivas al coronel y reclamando jefaturarlos en una nueva resistencia. Pero le faltaron a Cáceres las fuerzas físicas y apenas pudo recomendarles que se pusieran a órdenes de otros jefes más aptos para proseguir la lucha.

Desfalleciente, Cáceres llegó hasta el puesto de la Cruz Roja, instalado en la calle de San Carlos. Allí recibiría las primeras curaciones, para ser ocultado luego en casa de probados patriotas, pues los chilenos destacaron partidas a efecto de hacerlo prisionero. Impotente, desde su lecho de herido el héroe comprendió que la capital ya no podía ser defendida; pero fue precisamente en ese trance crítico que concibió la idea de internarse en la sierra y continuar desde allí la resistencia. La Breña se aprestaba a ser escenario de sus mayores glorias.

NOTAS

(1) Editorial de “El Orden”, Lima, abril 12 de 1881.

(2) Crónica de “El Comercio”, Lima, enero de 1884, publicada en el tomo V de la Colección Ahumada Moreno, Valparaíso, 1880, pp. 179-182.

(3) Documento del 25 de mayo de 1881, publicado en la Colección Ahumada Moreno, tomo V, pp. 223 228.

(4) Ibidem.

(5) Ibidem, supra 2.

(6) Ibidem.

(7) Parte del general Pedro Silva, Lima, enero 28 de 1881.

(8) Documento publicado en la Colección Ahumada Moreno, tomo IV, p 132.

(9) Ibidem, supra 3.

(10) Ibidem, supra 2.

(11) “Memorias”, Lima, 1980, tomo I, pp. 144-145.

(12) Apuntes de un reservista sobre las jornadas del 13 y 15 de enero de 1881, publicados en la Colección Ahumada Moreno, tomo VI, pp. 190-196.