jueves, 3 de marzo de 2011

TRAYECTORIA MILITAR Y POLÍTICA DEL HEROICO MARISCAL ANDRÉS AVELINO CÁCERES



Por: Luis Alcántara Vallejo

Cáceres nació soldado. Cada una de las etapas de su carrera militar se señala por acciones notables de au­dacia y de valor, que formaron su prestigio y lo prepararon para el brillante papel que le reservaba la historia. Recibió como el más alto honor la nombradía de Soldado de La Breña, en recuerdo de la campaña que fue el pináculo de su gloria.

Recordemos que agotadas las energías nacionales, sin recurso alguno y al frente de un enemi­go que contaba con poderosos elementos y era dueño de todas las fuentes de riqueza, Cáceres, como adalid de la resistencia, condujo a las huestes patriotas entre 1881 y 1884, desplegando las condiciones excepcionales que lo hi­cieron merecedor de la admiración de propios y ajenos.

No era un valor común el llamado a superar tan grandes dificultades. Era ne­cesaria la resolución y la inquebrantable voluntad de Cáceres. Era preciso su áni­mo en el peligro, su fortaleza en la fatiga, su constancia en la adversidad.

Dicen sus biógrafos que sólo Bolívar demostró como él tan certero golpe de vista, tan rápida intui­ción de las cosas y del momento; espontaneidad para improvisar brillantes planes militares y admirable sencillez para ejecutarlos.

Mostrándose siempre franco, leal y desinteresado, Cáceres conquistó entre sus camaradas de armas el respeto y consideración que habría de perdurar más allá de las luchas políticas encarnizadas, que marcaron el escenario de casi todo su ciclo vital.

Cáceres tenía una memoria prodigiosa, conocía los nombres y los hechos de sus soldados veteranos, para los que siempre tuvo palabras de aliento y de esperanza. Además, hablando el quechua despertó en su propio idioma el sentimiento patriótico de nuestros compatriotas de las serranías, que secundaron heroicamente sus proezas y cuyos descendientes hasta hoy lo recuerdan cariñosamente.

Consciente de su misión, enérgico y disciplinario, Cáceres mostró también, conforme las circunstancias lo exigían, firmeza para castigar severamente los desfallecimientos y las inconsecuencias. Gracias a ello, las tropas que opuso al enemigo, aunque más de una vez quedaron en cuadro, lo siguieron hasta el final y no se rindieron nunca.

Pero La Breña iba a ser la cumbre de una larga trayectoria militar iniciada mucho tiempo antes. Cáceres, nacido en Ayacucho el 10 de noviembre de 1836, se hizo soldado a muy temprana edad, ya que cediendo a su vocación por las armas se alistó en 1854 como subteniente en el batallón “Ayacucho” formado en el departa­mento del mismo nombre por el general don Fermín del Castillo, quien convocaba el apoyo al Gran Mariscal Ramón Castilla.

Cáceres nacería para la fama durante esa gesta revolucionaria que condujo a la redención del siervo indio y a la libertad del negro esclavo, entre otros nobles fines.

Estuvo presente en la batalla de La Palma, el 5 de enero de 1855, que puso término al gobierno de Echenique. Y, así, se inició en la carrera militar envuelto en las guerras civiles que caracterizaron el siglo XIX, pero lo hizo siempre en defensa del orden y de los gobiernos legalmente constituidos.

La reacción conservadora hizo que en 1856 brotara en Arequipa la rebelión a favor de Vivanco, que desde allí tomó cuerpo alcanzando dimensión nacional. El prefecto de Arequipa, coronel Cornejo, marchó a debelar la rebelión con sólo dos compañías, una de ellas la segunda del batallón “Ayacucho”, en la que formaba Cá­ceres, a quien en esta acción le tocó el mando de la primera guerrilla. Destacó en el ataque y por su valeroso com­portamiento le fue concedido el grado de teniente graduado, el 27 de enero de 1857.

Su división rechazó luego a las fuerzas rebeldes en Yu­mina, el 20 de junio de 1857, acción en la que Cáceres estuvo a las órdenes del Gran Mariscal San Román. En este combate volvió a distinguirse al frente de su compañía, tomando treinta prisioneros, mérito que le valió para obtener la efectividad de la clase de teniente, el 22 de aquel mes y año.

Vivanco se mantuvo atrincherado en Arequipa, hacia donde debió marchar el propio presidente Castilla, tomando personalmente el mando del Ejército que sitió esa ciudad durante varios meses, durante los cuales la segunda compañía del “Ayacucho”, en la que servía Cáceres, fue utilizada frecuen­temente como exploradora y en otras difíciles como honrosas comisiones.

Cáceres tomó parte en el combate de Siete Chombas, el 30 de noviembre de 1857, y poco después en el asalto a Bellavista, el 13 de enero de 1858. Una división rebelde mandada por el coronel Chocano ocupaba estas alturas. Dos compañías del Ayacucho fueron en­cargadas de desalojarla, protegidas por el ejército de San Román. Las compañías avanzaron intrépidamente y a pesar de las numerosas bajas derrotaron al enemigo tomándole sesenta prisioneros. Por esta señalada acción fue ascendido Cáceres a Capitán graduado.

En la noche del asalto final a Arequipa, entre el 6 y 7 de marzo de 1858, Cáceres mandaba la cabeza de vanguardia. Tomada la primera trinchera recibió orden de marchar por los techos, casa por casa, para ocupar el conventillo de San Pedro. En esta sangrienta acción Cáceres perdió dos de sus oficiales y la tercera parte de su efectivo, pero colocó su bandera en el sitio indicado.

Los revolucionarios ocupaban todavía dos posiciones formidables, las torres de Santa Rosa y Santa Marta. Cáceres, después de algún descanso, avanzó con sus fuerzas sobre Santa Rosa, torre a la que también llamaban Malakoff, en recuerdo de la famosa de Crimea.

Después de una lucha encarnizada con cada uno de los cuerpos que defendían esa torre, Cáceres se apoderó definitivamente de ella, a la que luego subió también el coronel Beingolea, felicitándolo calurosamente.

Al día siguiente, 7 de marzo, Cáceres volvió a la lucha en la ciudad con notable arrojo. Con auxilio de grandes tablones de madera, que servían de puentes de una calle a otra, y de uno a otro edificio, atacó y tomó nuevas fortificaciones. Hasta que al caer la tarde, cuando solo le quedaban 23 hombres, por haber caído muertos o heridos los restantes de los 76 con que su compañía contaba al comienzo de la lucha, fue alcanzado por una bala disparada a quemarropa, que penetrándole bajo el ojo izquierdo, le destrozó el cartílago inferior, saliendo por la oreja del mismo lado.

La herida fue tan grave que Cáceres quedó tendido entre los muertos, pero alguien se percató que aún daba señales de vida y fue esmeradamente atendido por orden expresa del viejo mariscal Castilla, quien apreciándolo mucho, al saber que no había muerto, se dice que exclamó: “¡Herida grave… muy grave… que no ha sido mortal…! ¡Dios lo reserva, sin duda, para grandes hechos!”.

Cáceres tenía entonces tenía 22 años. Por su brillante hazaña fue ascendido a capitán efectivo. Castilla, viéndolo padecer por tan tremenda herida, le propuso enviarlo a Europa, para curarse, pero Cáceres no aceptó, por haberse iniciado la campaña al Ecuador, en la cual se apresuró a tomar parte, el año 1859.

A su regreso, después del Tratado de Mapasingue, no consintió Castilla que siguiese padeciendo, y designándolo adjunto militar en París hacia allá lo envió para que se curara a costa del Estado. Se cuenta que Cáceres no quería hacer ese viaje por no contar ni él ni su familia con los recursos necesarios para sufragar los fuertes gastos que su curación en Europa requería, y que advirtiéndolo el Gran Mariscal le habría dicho: “La Nación, señor Capitán, debe por lo menos costear la curación de sus heridas a los que como Usted se sacrifican por ella”.

Menos de un año permaneció Cáceres en Europa, restableciéndose muy rápidamente, aunque le quedó para siempre una cicatriz de la que llegó a enorgullecerse, y el apelativo de “El Tuerto”, que lo haría famoso.

Se le dio luego el mando de una compañía del batallón “Pi­chincha”, que reorganizó e instruyó en Huancayo. De vuelta en Lima, se le otorgó el grado de sargento mayor graduado, el 1 de diciembre de 1863.

Por lo que respecta a Castilla, volvió a verlo Cáceres años después en un simulacro de armas que tuvo lugar en la Pampa de Amancaes. Pese a lo avanzado de su edad, el Gran Mariscal conservaba una memoria admirable. Se cuenta que el joven Cáceres se le acercó muy respetuosamente, acompañado de un oficial que quiso hacer la presentación preguntando a Castilla: “¿Tal vez lo recuerda vuestra excelencia?” A lo que el Gran Mariscal contestó: “¡Cómo no! ¡Muy bien que lo recuerdo! Es el Capitán Cáceres que tomó la torre de Malakoff”.

Al surgir el conflicto con España, Cáceres censuró ante sus compañeros la débil conducta del presidente Pezet, siendo por esta causa detenido en uno de los buques de la armada. Embarcado con rumbo a Chile, sin recursos, logró fugarse en Mollendo y mar­chó a Arequipa, donde ya había estallado la revolución restauradora del honor nacional, encabezada por el coronel Mariano Ignacio Prado, reconociéndosele como sargento mayor efectivo, el 13 de junio de 1865.

Triunfante la revolución nacionalista, después de la entrada a Lima, se le dio a Cáceres el grado de teniente coronel graduado, el 3 de julio del mismo año.

Concurrió el 2 de mayo de 1866 al memorable combate del Callao, como ter­cer jefe del regimiento que tuvo a su cargo la defensa del fuerte “Ayacucho”. Por su valerosa actuación en este combate fue promovido a teniente coronel efectivo, el 26 de enero de 1867.

Se encontraba en Ayacucho con mando de tropas el año 1867, cuando estalló una rebelión que puso fin al gobierno de Prado. Cáceres sostuvo el orden en todo el departamento y sólo después de constituido el gobierno del general Canseco, mar­chó al Callao para hacer entrega de sus fuerzas, que fueron disueltas pacífica­mente.

Durante la administración del coronel Balta, se retiró del servicio militare para dedicarse a las labores agrícolas. Pero establecido en 1872 el gobierno constitucional de Manuel Pardo, fue convocado en términos honrosos para volver al servicio, lo que aceptó nombrándosele segundo jefe del batallón “Zepita”.

Estan­do alojado en el cuartel de San Francisco cuando una noche de finales de 1874 estalló allí un movimiento sedicioso. Cáceres, medio vestido y revólver en mano, a la primera detonación tomó el mando de la guardia e hizo clausurar la puerta del cuartel, combatiendo durante dos horas hasta restablecer el orden, después de producirse numerosas bajas. Entonces acudió al cuartel el presidente de la república, presentándole Cáceres a los sobrevivientes de su tropa en correcta formación, diciéndole con firmeza: “Señor: la sublevación ha sido dominada”. A lo que Pardo contestó: “Gracias, por eso le había yo confiado a Usted este cuerpo”. Este arrojo le valió para ser nombrado definitivamente primer comandante, reconociéndosele como coronel graduado el 18 de enero de 1875.

Para reorganizar y disciplinar a su tropa, Cáceres fue enviado a la montaña de Chanchamayo, donde se dedicó a trabajos de colonización. El batallón “Zepita” fue convenientemente adiestrado, al punto que Cáceres lo convirtió en modelo de las unidades militares.

Al respecto, Clorinda Matto de Turner dejó escrito: “Ese cuerpo ha sido el modelo de la moralidad y disciplina militares, al decir de personas competentes, y al tenor de varios documentos que tengo a la vista, procedentes de fuentes autorizadas. Cáceres llegó a ser el verdadero padre de esa familia organizada en forma de batallón, para buscar la muerte en hora dada; siendo, a su vez, querido por la tropa, a la cual cuidaba con solícito esmero”.

Se encontraba Cáceres en Chanchamayo cuando en octubre de 1876 estalló en Moquegua la rebelión encabezada por Nicolás de Piérola, quien habría de promover la continua sedición, llevado por su sed de poder. Llamado de urgencia, Cáceres regresó con el “Zepita” a la capital y sin mayor dilación se embarcó para el Sur a fin de incorporarse a la división que comandaba Lizardo Montero.

Al frente de su batallón Cáceres desalojó a los rebeldes del desfiladero de Chuculay, en la mañana del 7 de diciembre de ese año, persiguiéndolos hasta Torata. Fue doblegada la rebelión y puesto en fuga su caudillo, que volvió a encontrar refugio en Chile, país que teniendo en mente la guerra de expansión acogía interesadamente a los sediciosos políticos peruanos.

Se desempeñaba Cáceres como prefecto del Cuzco, con retención del mando del “Zepita”, cuando en 1879 estalló la guerra con Chile. Marchó entonces a Iquique con su batallón, para integrar división con “2 de Mayo”, en el Ejército del Sur a las órdenes del general Buendía.

Cáceres salvó el honor del Ejército Nacional en esta campaña desgraciada, durante la cual, el 27 de octubre de 1879, le fue conferido el grado de coronel efectivo. En la batalla de San Francisco, el 19 de noviembre de ese año, sostuvo con firmeza su división, que fue la única que hizo con orden la penosísima retirada a Tarapacá.

Una semana después, el 27 de noviembre de 1879, Cáceres, con su división, dio a nuestras armas el único triunfo de la campaña del Sur. La historia recuerda que por propia iniciativa sostuvo allí una titánica lucha contra las tropas chilenas, que habían aparecido de improviso por las alturas, logrando derrotarlas después de largas horas de combate, tomándoles banderas y cuatro cañones. Pero bien sabemos que tanta gloria y tanto heroísmo no fueron suficientes para impedir que el enemigo ocupase esa tierra peruana, retirándose los nuestros a Tacna.

Puesto a las órdenes del contralmirante Montero en Tacna, Cáceres fue nombrado co­mandante de la segunda división compuesta por los batallones “Zepita” y “Cazadores del Misti”. En el primero de estos cuerpos fueron reunidos los restos de su antigua división.

En la sangrienta batalla del Campo de la Alianza, el 26 de mayo de 1880, Cáceres for­mó con su división el ala izquierda de la línea, distinguiéndose por su valor y denuedo. La división Cáceres, "hizo prodigios -dice una crónica-, recibiendo el doble fuego de flanco y de frente del enemigo". Cáceres, herido ligeramente y habiendo perdido su segundo caballo de batalla, se mantuvo siempre imperturbable. Pero, conforme relato del corresponsal de guerra chileno, al “Zepita” le "hicieron pagar cara la jornada de Tara­pacá”, muriendo en el campo de batalla muchos de sus integrantes. Al consumarse la derrota, Cáceres condujo una ordenada retirada, por el camino de Puno.

El prestigio de sus hechos precedió a su nombre. Todas las poblaciones del Sur le improvisaron brillantes y entusiastas recepciones. Y de regreso en Lima, donde en vano propuso una estrategia que el dictador Piérola no quiso escuchar, fue nombrado jefe del tercer cuerpo de Ejército entre los cuatro que se organizaron en la capital.

En la batalla de San Juan, el 13 de enero de 1881, ocupaba el extremo derecho del centro entre las divisiones Dávila e Iglesias. Después de dos horas de lucha, envueltos por una gran masa, se vio obligado a emprender la retirada. Cáceres recibió una herida en la mano. En la misma noche, Cáceres instó al dictador que le permitiera atacar a las tropas chilenas que embriagadas saqueaban e incendiaban Chorrillos. Como se sabe, no pudo obtener la autorización.

En la batalla de Miraflores, el 15 de enero, Cáceres mandó la derecha, es decir, las fuerzas que combatieron. La izquierda de la línea, por órdenes recibidas, permaneció inac­tiva. Concentrados los fuegos de mar y tierra sobre sus tropas se inició la derrota. Cáceres perdió dos caballos. Varios proyectiles quemaron su uniforme hasta que fue herido en un muslo. Ocho de sus ayudantes fueron muertos o heridos. Cáceres se esforzó en reunir los dispersos para organizar una nueva resistencia, pero desfalleciente fue llevado al hospital militar de San Pedro.

Invadida la capital, Cáceres permaneció oculto hasta que restablecido de sus heridas, aunque aún convaleciente, burló la vigilancia chilena y tomó el tren de la sierra, para desde Chicla dirigirse a lomo de mula hasta Jauja, donde se puso a las órdenes de Piérola. Éste le confirió el grado de General de Brigada, el 26 de mayo de 1881, dejándolo como Jefe Superior Político y Militar del Centro, mientras proseguía su retirada a Ayacucho.

Entonces fue que se inició la ardua empresa de la gloriosa guerra de resistencia nacional, denominada Campaña de La Breña. Cáceres forma su primera columna para hostilizar al enemigo hasta en la que­brada del Rímac con gendarmes de Tarma y enfermos salidos del hospital, adoptando como distintivo la funda roja en el kepís, que sus luchas inmortaliza­ron después.

Sus fuerzas fueron incrementándose. Algunos jefes del antiguo Ejército con tropas organizadas, se pusieron bajo sus órdenes. Oficiales y jóvenes de Lima, mar­charon a la quebrada para prestar sus servicios en la causa nacional. Instalado el gobierno del doctor García Calderón pretendió conseguir el con­curso de Cáceres ofreciéndole la "vicepresidencia de la república", respondiendo Cáceres respondió que permanecería a la expectativa.

Al mismo tiempo se reunía en Ayacucho la Asamblea Nacional convo­cada por Piérola, que cambió la forma de la administración y dio a ese caudillo el título de presidente. Esa Asamblea declaró que Cáceres merecía bien de la patria y Piérola, al organizar su gabinete, lo nombró ministro de guerra. Pero Cáceres continuó en el Centro al frente de sus tropas, sin recibir ningún apoyo efectivo.

Los propios chilenos se admiraron de que en tan precarias circunstancias, Cáceres formase un ejército que se mantuvo en pie de lucha durante cuatro años, de 1881 a 1884: "Para luchar contra el enemigo invasor y luego contra el gobierno que dejara impuesto, levantó ejércitos El Brujo de los Andes, recorrió sin tregua ni descanso distancias enormes; pa­sando cordilleras cubiertas de espesa nieve; atravesando caudalo­sos ríos, áridos desiertos, bosques primitivos y superando verti­ginosos desfiladeros. Ni el hielo de las cordilleras, ni los calores tropicales de los valles, ni la falta de agua y víveres, ni la escasez de municiones y medios de transporte para sus tropas, ni los descalabros sufridos, nada fue bastante a doblegar su voluntad de acero, ni quebrantar sus fuerzas físicas, ni dominar su energía".

La falta de unidad nacional desgració al país en esa guerra. García Calderón fue desterrado a Chile y lo sucedió su vicepresidente Montero, estacionado en Cajamarca, desde donde pasaría a Arequipa. El inepto Piérola, a finales de 1881, fue derrocado por el Ejército de La Breña, que proclamó a Cáceres como Jefe Supremo de la República, investidura que se negó a aceptar, reconociendo más bien a Montero. Pero cuando parecía abrirse el camino a la unidad nacional, en el Norte se pronunció Miguel Iglesias como sucesor de Piérola, fomentando el derrotismo al exigir aceptar la paz que los chilenos proponían, esto es, con cesión territorial.

Fue entonces cuando se agigantó la figura de Cáceres, personero de la honra nacional, que tuvo que luchar contra los enemigos de dentro y de fuera. Su energía de Cáceres impidió la ruina total y con grandes sacrificios sostuvo la resistencia, con el objetivo que hacer menos onerosa la paz con Chile. En 1882 tuvo que dejar los cantones de Chosica y volver a la ruta del Mantaro, perseguido de cerca por una división enemiga de las tres armas.

El Ejército de Cáceres, en retirada, obtuvo un triunfo sobre los chilenos en Pucará, el 5 de febrero de 1882, ordenando entonces el apoyo de las tropas que en Ayacucho comandaba el coronel Panizo, para hacer frente a los chilenos que decidieron estacionarse en Huancayo. Desgraciadamente, Panizo se excusó de cumplir la orden, hasta que abiertamente desconoció su autoridad.

Cáceres resolvió su marcha sobre Ayacucho para reducir a Panizo. Una furio­sa tempestad en los desfiladeros entre Acobamba y Julcamarca convirtió esta mar­cha en un verdadero desastre. Más de 400 hombres rodaron al abismo y se perdie­ron casi todas las bestias de carga, y de silla. El Ejército quedó reducido a 400 hombres.

Panizo dispuso la resistencia. Cáceres acompañado sólo de sus ayudantes es­caló el cerro de Acuchimay donde se encontraba Panizo con sus jefes principales. Su arrojo impuso a los contrarios, siendo aclamado por las tropas.

Cáceres estableció entonces su cuartel general en Ayacucho, donde permaneció tres meses reorganizando su Ejército. Con cuatro batallones de 250 hombres, 150 artilleros y 50 soldados de caballería abrió nuevamente la campaña sobre Junín.

En Huancavelica alistó huestes de montoneros, compuestas de indígenas ar­mados de rejones, y concentró todas sus fuerzas a dos leguas de Pucará y Marca­valle, posiciones ocupadas por los chilenos con un fuerte destacamento.

Ordenó al coronel Gastó que pasando por el pueblo de Comas ocupara Con­cepción, cuya guarnición enemiga fue íntegramente aniquilada. Ordenó asimismo al coronel Tafur que batiera la guarnición de La Oroya y cortara el puente para impedir la retirada de las fuerzas enemigas sobre Lima.

Al amanecer del 9 de julio de 1882 se inició el asalto de las posiciones chile­nas. Después de alguna resistencia las tropas enemigas se declararon en fuga, hostilizadas por los guerrilleros, abandonando más de 200 rifles, municiones, equipo y numerosas cabalgaduras.

Al día siguiente, Cáceres victorioso emprendió la marcha sobre Huancayo; pero el coronel Canto había evacuado esta plaza y dirigídose a La Oroya cuyo puente no había podido ser cortado por el jefe comisionado al efecto. Canto regresó a Lima destruyendo el puente después de su paso e incendian­do todos los caminos y haciendas que encontró en su tránsito.

El Centro de la república quedó libre de enemigos. Las tropas de Canto per­dieron más de la mitad de sus efectivos. Con las fuerzas reducidas por los combates y enfermedades, Cáceres se esta­bleció en Tarma dedicándose perseverantemente a su reorganización.

Las negocia­ciones para la paz que se establecieron en Chile con el presidente prisionero lo forzaron a una inacción de más de tres meses.

En enero de 1883, Cáceres tenía 3,200 hombres instruidos, equipados y disciplinados. En esta época supo su proclamación como vicepresidente del gobierno provi­sional y la confirmación de su clase de general de brigada por el Congreso de Are­quipa. El Congreso de Bolivia le concedió igualmente "esta alta clase en los ejércitos de esta nación”.

Fracasadas las negociaciones de paz con el doctor García Calderón, el enemi­go resolvió entenderse con Miguel Iglesias, abriendo nuevamente las hostilidades contra el Ejército de La Breña. El contralmirante Lynch, jefe de las fuerzas de ocupación, determinó enviar una nueva expedición contra Cáceres con orden de perseguirlo hasta donde fuera necesario. Con tal propósito, salieron de Lima tres divisiones, bajo las órdenes de los coroneles García, Canto y Arriagada. Este último tuvo el mando en jefe.

Cá­ceres tuvo además que luchar contra la propaganda de los nacionales partidarios de la paz. Desde Tarma marchó Cáceres a Canta, cuyo pueblo dejó guarnecido con una división a car­go del coronel Santa María; y en seguida se dirigió a Matucana para asaltar Chosica ocupada por 3,000 chilenos.

Se vio obligado a cambiar de plan al saber que una expedición chilena mar­chaba sobre Canta, y que otra división hostilizaba las fuerzas de la quebrada. Para evitar que fueran batidas en detalle, ordenó la concentración en Tarma. Los chilenos ocuparon Jauja y Cáceres, después de celebrar una junta de gue­rra, acordó retirarse hacia el Norte.

El Ejército de La Breña acampó en Cerro de Pasco el 30 de mayo, seguido a distancia por las divisiones chilenas de Canto y García. De allí inició su marcha, de más de doscientas leguas, por caminos sin recur­sos donde muchas veces faltó el alimento, y donde las tropas se vieron obligadas a acampar en abruptas cordilleras con temperaturas de 10 grados bajo cero.

El 5 de julio, a las 17.30 horas, las tropas, agobiadas, llegaron a la altura de Tres Cruces. El general Cáceres que se había adelantado con su escolta, pudo dis­tinguir una fuerza enemiga de 700 hombres que marchaba hacia Huamachuco. Era el refuerzo que se enviaba desde la costa al coronel Gorostiaga. En la noche, las tropas peruanas bajaron las cuestas de Tres Cruces para sor­prender el refuerzo chileno que debía acampar en Tres Ríos a cinco leguas de Huamachuco. El jefe chileno, que había visto algunos soldados de caballería pe­ruanos, siguió su marcha hasta esta población, evitando la sorpresa.

La junta de guerra resolvió marchar sobre el enemigo. El 8 se levantó el cam­po con 1,440 hombres. En menos de dos horas se tramontó el contrafuerte que domina a Huamachuco por el Sur y se hizo alto a una legua, al pie de la colina que oculta la ciudad.

Cáceres, por un movimiento de flanco, había hecho creer a las fuerzas enemigas que lo perseguían, que pensaba regresar al Centro. Esta estratagema tuvo éxito.

Para batir en detalle las divisiones aisladas avanzó el general Cáceres sobre Gorostiaga, que se retiró sobre Huamachuco donde con sus refuerzos reunió 2,000 hombres de las tres armas.

El Ejército Nacional alcanzaba, como hemos dicho, a 1,400 hombres, arma­dos con distintos sistemas de rifles, escasos de municiones y sin caballería. Los in­fantes no tenían bayonetas.

El 8 de julio el caudillo nacional resolvió dar la batalla. El coronel Secada ocupó el centro de Cuyurgo, que domina la población, y el coronel Recavarren debía flanquear la izquierda para envolver al enemigo.

Los chilenos evacuaron la población, abandonando equipos y bagajes y con­centrándose en el cerro Sazón, magnífica posición, cuyas ruinas sirviendo de trin­cheras les permitieron ofender a los peruanos.

Este día y el 9 hubo ligeros tiroteos. El asalto se efectuó el 10, avanzada la mañana, por una indisposición del coronel Recavarren quien sin embargo tomó parte en la acción.

Las fuerzas chilenas bajaron el cerro y fueron rechazadas por las tropas del coronel Secada. Unas regresaron a sus atrincheramientos y otras resistieron en unas lomas al costado del Sazón.

La batalla se empeñó decisiva en el extenso llano. Los peruanos, enardecidos, llegaron hasta la cumbre del Sazón. No fue posible contener el ímpetu.

De pronto disminuyeron los fuegos de los asaltantes. ¡¡Faltaban las municio­nes!! El general Cáceres a la cabeza del batallón Tarma pretendió rehacer a los su­yos. La derrota se había pronunciado.

Los chilenos, al darse cuenta de este incidente, se reorganizaron y atacaron a la bayoneta. Su caballería persiguió a los dispersos. Los peruanos, sin esa arma suprema de las luchas decisivas, se defendieron a culatazos. Todo fue inútil. Los nombres y el número de los jefes y oficiales muertos, el número de bajas de la tro­pa, que sobrepasó al cincuenta por ciento del efectivo, hicieron de Huamachuco la derrota más gloriosa y heroica de la América. Las apreciaciones de los enemigos consagraron una vez más al legendario heroísmo, la perseverancia y la firmeza del general Cáceres.

Cáceres, herido, se abrió paso a balazos entre la caballería enemiga. Marchaba sobre Jauja donde había dejado 100 hombres a órdenes del coronel Pastor Dávila para reorganizar nuevamente la resistencia.

Es indescriptible su viaje en estas circunstancias, entre las columnas enemigas y luchando hasta personalmente con fuerzas peruanas que pretendían reducirlo para que aceptase al nuevo gobierno que había firmado la paz.

No seguiremos al general Cáceres después de Huamachuco. Se hizo cargo del gobierno por renuncia del general Montero. Rechazó la imposición del ejército chileno de ocupación en Lima. No aceptó al gobierno impuesto por ellos y en toda circunstancia, en todas las conferencias, expresó su patriótica opinión de so­meterse a la decisión expresa y garantizada del país.

Entonces, como siempre, como soldado intrépido, como jefe de Ejército, tuvo rasgos geniales. Su perseverancia y su energía no tienen comparación en nues­tra historia. Derrotado en Lima, aclamado por la nación, supo imponerse hasta conseguir el triunfo y como militar tuvo hazañas como la de Huaripampa.

Cáceres soldado pertenece a la historia y al Ejército. Nuestros jóvenes milita­res hallarán en él, el ejemplo de patriotismo, de virilidad, de carácter que debemos imitar sin recurrir a historias extrañas.

Un artículo publicado en El Tiempo, con motivo de la exaltación del héroe a la clase de maris­cal, expresa el verdadero sentimiento público: “No es ciertamente un ascenso, por mucho que dé elevación principalísima, de práctica vulgar para un militar afortunado; no es tampoco con valer ello mucho más, la demostración entusiasta de un pueblo agradecido. Es mucho más aún: es el gesto uniforme y soberbio de un pueblo que, recogiendo de los dolores heroicos del pasado estímulos para exigir compensaciones del porvenir, sim­boliza en el veterano impertérrito, sobreviviente ilustre de sus tra­gedias gloriosas, toda la fe del sentimiento patriota".

Los soldados, nos inclinamos con respeto y orgullosos ante esta gloria sin mancilla. Que nosotros y nuestros hijos, inspirándose en su ejemplo, demos a la patria y al Ejército glorias dignas del Primer Soldado del Perú.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Mi felicitación al general de división Luis Alcántara Vallejo, por los apuntes biográficos que presenta en esta semblanza del más grande de los peruanos de la república.
Si bien es cierto, la nación le hizo justicia al concederle el bastón de mariscal, hoy los gobiernos de turno se muestran mezquinos para tributarle el homenaje que perennemente le debemos al Conductor de la Resistencia Nacional.
Sucede, por el contrario, que se quiere convertir en héroes a figuras controvertidas, como Miguel Iglesias, de quien Cáceres dijo:
"Yo no veo en Iglesias sino a un teniente chileno".
¿Quién promueve que a ese nefasto personaje se le lleve a la Cripta de los Héroes?
Mucho cuidado. Los gobiernos son efímeros, la nación es eterna. Y la historia sabrá juzgar.

Milagros Martínez dijo...

Felicitaciones por el portal.
Como maestra, creo que los artículos que publica son recomendables para asignaturas como Historia y Formación Cívica.
Quisiera ver publicadas referencias sobre el papel de la mujer en la guerra con Chile.