jueves, 3 de marzo de 2011

LA PRIMERA MEMORIA DE CÁCERES (*)


Escribe: Luis Guzmán Palomino


La Memoria que Cáceres suscribiera en el Cuartel General de Tarma, el 20 de enero de 1883, explica con detalle sus acciones como Jefe Político y Militar de los Departamentos del Centro, desde su nombramiento el 25 de abril de 1881, incluyendo, por tanto, referencias a la organización de la resistencia, el cerco guerrillero sobre Lima en 1881, la retirada al Centro a principios de 1882, la reorganización del Ejército de La Breña en Ayacucho, la victoriosa contraofensiva de julio de aquel año, cuyo resultado fue la derrota y expulsiòn de los chilenos en todo el valle del Mantaro, y los sucesos posteriores en el cuartel general que se instaló en Tarma, previos a la sacrificada retirada al Norte de 1883 que concluiría con el holocausto en Huamachuco.

La parte sustancial de esa Memoria tiene que ver con el ramo de guerra, pero aparecen también acápites con referencia a los ramos de gobierno y de hacienda. Consta de 118 páginas y lleva como anexos 42 documentos de diversa procedencia. Este importante informe fue publicado por primera vez en Ayacucho, en la Imprenta del Estado que conducía Julián Pérez, el año 1883. Nosotros la reeditamos, aunque sin la importante documentación anexa, en la “Revista Cáceres” (Nº 12, Lima, 2001). Contados historiadores la han citado, uno de ellos Hugo Pereyra Plasencia, en su galardonada tesis “Andrés A. Cáceres y la Campaña de La Breña”. Inferimos por tanto que permanece prácticamente desconocida por la mayoría.

Tuvimos la suerte de conocer esa Memoria gracias a la amistad del profesor Alejandro Palomino Vega, quien ha sabido conservar documentación histórica original, difícil de hallar en bibliotecas y archivos. Él tuvo a bien proporcionarnos una copia, permitiéndonos además el acceso a su importante colección hemerográfica. Pudimos así revisar y copiar algunos documentos insertos en el diario “El Perú”, que a favor de la causa patriota circuló en la ciudad de Tarma, entre 1882 y 1883.

Al momento de suscribir esa Memoria, Cáceres acataba al gobierno que presidía en Arequipa Lizardo Montero, a quien dirigió sucesivas comunicaciones solicitándole apoyo para continuar la resistencia. A pesar de no hallar respuesta positiva, en enero de 1883 dirigió su Memoria al Ministro de Estado en el Despacho de Gobierno, Policía y Campaña de La Breña.

Obras Públicas, iniciándola con la descripción de un escenario político en caos, al decir que la república tenía “dislocadas sus instituciones fundamentales por las tempestuosas olas de la dictadura que invadieron el santuario de la Constitución; (y) laceradas sus entrañas por los rudos golpes de traidora mano, que intenta romper los vínculos de la fraternidad nacional para entregarlas a sus verdugos debilitada por la discordia”.

Al explicar la justicia de su causa, Cáceres mencionó que le asistía “la triste persuasión de que las condiciones de paz propuestas por el vencedor después de la ocupación de Lima, jamás serían razonables y decorosas, como no lo fueron las que formuló con el carácter de inalterables, en ocasiones menos propicias para Chile, al celebrarse las conferencias de Arica”. Y tenía toda la razón, pues el tratado entreguista iba a contener cláusulas en verdad indignantes.

La Memoria de 1883 no hizo referencia alguna al nombre de La Breña. Lo que afianza la suposición de que este nombre nació inmediatamente después del holocausto de Huamachuco, en las goteras de Chiquián, donde Cáceres, en retirada, fue recibido por una partida de guerrilleros liderada por el famoso Luis Pardo, quien entonó allí los inmortales versos en los que por primera vez se hizo alusión a La Breña como nombre de la sacrificada y heroica resistencia patriota. Una crónica periodística escrita al finalizar la campaña del Sur, tras la retirada de Tarapacá, premonitoriamente la había anunciado, al decir que la guerra se trasladaría a “las frías y escarpadas breñas de los Andes” (Correspondencia de Benito Neto a “La Patria” de Lima, Mocha, noviembre 30 de 1879).

Refiriéndose a los sucesos de 1881, la Memoria consigna valiosas referencias sobre la participación heroica de las fuerzas irregulares que se organizaron en la sierra de Lima. Cáceres habla de ocho meses de combates de avanzadas, que prepararon el camino para el triunfal avance del ejército desde Huancayo hasta Chosica: “Creo deber de justicia tributar un voto de aplauso a la provincia de Huarochirí, que acudiendo entusiasta a mi llamamiento, se organizó en fuerzas guerrilleras destinadas a guardar los puestos más avanzados, en cuya defensa tenían que comprometer frecuentemente choques de más o menos importancia, pero siempre encarnizados. Esos patriotas ciudadanos, no sólo hacían la ofrenda de su sangre, sino que proveían a su subsistencia a expensas de La primera Memoria de Cáceres y otros documentos sus propios recursos, turnándose semanalmente en el servicio para darse tiempo de atender sus labores ordinarias”.

Más adelante, la Memoria consigna datos sobre las cuantiosas bajas que causó en Chosica el paludismo; al parecer, aquel año se adelantaron las lluvias originando las crecidas del Rímac, con los consecuentes estragos: “La extraordinaria aglomeración de gente en la quebrada de Chosica, harto cerrada y estrecha; las crecientes del Rímac, que infestaban la atmósfera con emanaciones palúdicas; la alimentación escasa y de mala calidad; los rigores de la estación y otras causas más, provenientes de condiciones antihigiénicas, desarrollaron en el cuartel general fiebres de mala índole, que hacia los meses de noviembre y diciembre tomaron un carácter epidémico de funestísimas consecuencias, causando por término medio diez defunciones diarias en el ejército, sin que fuera posible combatir eficazmente los estragos de la peste por la falta de un cuerpo médico bien organizado y la escasez de medicamentos”.

Ello, y el paralelo movimiento de fuerzas chilenas guiadas por traidores, determinaron a principios de 1882 la retirada a Junín. Cáceres, sabiéndose perseguido, tuvo en mente establecer una línea de defensa en la quebrada de Izcuchaca, pero cuando se movía con su ejército hacia Huancavelica el enemigo alcanzó a su retaguardia, trabándose combate en las alturas de Pucará.

En la Memoria Cáceres destacó el esfuerzo de los valientes que salieron al encuentro del enemigo, dando cima a la sorprendente victoria del 5 de febrero de 1882, a la que llegó a comparar con la obtenida en Tarapacá: “Las fuerzas enemigas compuestas de más de 2,000 plazas, que en cinco horas de recio combate no pudieron apagar los fuegos de las guerrillas que les salieron al encuentro, se desconcertaron con tan inesperada resistencia, prefiriendo replegarse a Pucará antes que aventurar una acción erizada de peligros aunque para ello hubieron de renunciar, mal de su grado, a su propósito de cortar la retirada del ejército y aniquilarlo bajo el peso de sus poderosas armas. Y ciertamente que la coyuntura no pudo ser más propicia al intento. Pero no siempre el triunfo es el aliado de los más fuertes: suele ser también la ofrenda de los más esforzados. Las glorias de esa memorable jornada, son glorias nacionales que merecen figurar en los fastos de la guerra del Pacífico al lado de las que se conquistaron en los campos de Tarapacá”.

Fue entonces que Cáceres empezó a lamentar el desentendimiento con Arnaldo Panizo, quien se negó a conducir desde Ayacucho la división que tenía a su mando. De haber llegado Panizo, a juicio de Cáceres, “se pudo oponer un segundo dique a la invasión del enemigo sobre el departamento de Junín. Cuando menos la expedición chilena hubiera labrado su tumba en las ásperas alturas de Pucará”. Cáceres juzgó con severidad extrema este impase, deplorando en la Memoria lo que calificó como “la traición y la rebeldía de Acuchimay”.

En esa localidad, situada en las afueras de Ayacucho, el Ejército de La Breña se alzó con un nuevo e inopinado triunfo, en penosa lucha fratricida descrita por Cáceres con suma aflicción: “No era el cuádruple número del enemigo, ni sus posiciones ventajosas, mucho menos el estado calamitoso de mis tropas, la dolorosa preocupación de mi espíritu en tan críticas circunstancias; lo fue el cuadro trágico que se ofrecía a mis ojos con todo el horror de sus sangrientos detalles, en cuyo desenvolvimiento desempeñaría bien a mi pesar, el papel que me impusiera la fuerza incontrastable de los sucesos; en ella decliné la responsabilidad de las consecuencias y rechazando la fuerza con la fuerza, emprendí ataque contra las posiciones de Acuchimay, en cuya cima se selló la más espléndida victoria, después de un combate de cuatro horas”.

El Jefe de La Breña consignó frases de elogio al pueblo ayacuchano, pues fue merced a su apoyo que se alcanzó la victoria: “Debo un tributo de reconocimiento al pueblo ayacuchano, que se mostró a la altura de sus honrosas tradiciones, asumiendo una actitud enérgica que amagaba la retaguardia de la línea enemiga con las fuerzas que sucesivamente se pronunciaron en los puestos de guardia de la ciudad”.

Instalado el nuevo cuartel general en Ayacucho, Cáceres pudo reorganizar el ejército regular, que llegó a sumar 1384 plazas. Levantó asimismo numerosas fuerzas irregulares, resaltando la adhesión que recibió de las “enormes masas de gente decidida al sacrificio, invocando quizá por primera vez el sagrado nombre de la patria”. Repárese en estas últimas palabras: dan testimonio de la marginación en que vivían las comunidades andinas. Cáceres preparó así a los soldados y guerrilleros que, según señaló en la Memoria, “legarían bien pronto días de gloria a la patria y brillantes páginas, escritas con sangre, a la historia”.

La primera Memoria de Cáceres y otros documentos

De otro lado, encontramos en la Memoria varias referencias a lo que Cáceres calificó como la “refinada barbarie” de los chilenos, viendo en Junín “las ricas comarcas de este extenso y populoso valle… convertidas como por encanto en campos de desolación y de muerte, cubiertos de escombros y de cenizas, que por doquier señalan las huellas de los vándalos del siglo XIX”. Mencionó también haber contemplado “los cuadros desgarradores que han dejado en pos de sí las bayonetas invasoras: poblaciones saqueadas, casas y templos entregados a las llamas del petróleo; esposas e hijas ultrajadas; numerosas familias que arrastran la existencia desesperante, sin pan ni techo, después de haber visto perecer a sus ancianos padres y tiernos vástagos a la salvaje voz de degüello; todo ese cúmulo, en fin, de episodios de refinada barbarie que han sembrado el luto y el exterminio a despecho de los preceptos de justicia universal consagrados por el derecho de gentes, hasta de los sentimientos de humanidad y de filantropía”. En otro acápite denunció el genocidio perpetrado por los chilenos que “no se detenían en su tránsito sino el tiempo indispensable para dar pábulo a sus perversos instintos, saqueando las poblaciones, reduciéndolas a cenizas y pasando por las armas a sus pacíficos habitantes, sin perdonar a las mujeres y niños sorprendidos en el lecho o al pie de los altares, donde buscaban refugio a la ferocidad de sus implacables victimarios”.

Fue ese salvajismo el que dio cauce a una respuesta igualmente violenta por parte de los campesinos indígenas, cuyo concurso fue el que posibilitó la victoria en la contraofensiva de julio de 1882. Hubo entonces sangrientas represalias y espantosas escenas de carnicería, que alguien comparó con lo visto en Francia durante la época del terror. Las cabezas de los chilenos fueron clavadas en picas y sus miembros arrancados y expuestos como macabros trofeos, conforme relató el periodista Manuel F. Horta, testigo de tales sucesos, en correspondencia que remitió a “El Eco de Junín”, desde Tarma, 26 de agosto de 1882.

La Memoria consigna párrafos que Cáceres repetiría luego en las famosas cartas de noviembre y diciembre de 1883, justificando entre líneas la terrible venganza: “El baldón no debe arrojarse sobre la frente de los valerosos guerrilleros que me prestaron su espontáneo concurso. Declarados fuera de la ley, anatema que los excluye hasta del seno de la humanidad, no se creían obligados a reconocer en sus opresores derechos que se les negaba. La inexorable ley de las represalias, no arguye responsabilidad contra los que la ejecutan, cediendo al irresistible impulso de la venganza, que se saborea gota a gota, cuando se pueden cobrar los ultrajes de la barbarie, diente por diente, ojo por ojo, como trofeos de guerra; cuando a falta de un tribunal entre las naciones beligerantes, que refrene los excesos de refinada crueldad a que se deja arrastrar el implacable vencedor, no queda a la víctima más recurso que hacerse justicia, castigando por sus propias manos los degüellos en masa, las matanzas a sangre fría de poblaciones inermes e inofensivas. La responsabilidad cae, acompañada de la reprobación general, sobre los victimarios que provocan esos duelos sangrientos”.

Sin duda, de esta Memoria emerge un Cáceres comprometido socialmente, que decreta la suspensión y la rebaja de los tributos impuestos a la población indígena: “Habiendo quedado reducidos a la más espantosa miseria los desgraciados pueblos que se alistaron a mis órdenes y lucharon valerosamente en la campaña de Junín, un estricto deber de justicia a su triste situación y merecida recompensa a sus servicios, me ha obligado a exonerarlos del pago de la contribución personal; asimismo creí de equidad y de conveniencia social y política reducir la cuota del impuesto a un sol en la sierra y dos soles en la costa respecto a los demás pueblos de la zona, que si no son acreedores a tan digno premio conquistado en el campo de batalla a costa de sangre, merecen una mirada de lástima en medio de la pobreza a que se hallan condenados por consecuencia de la guerra, que viene sembrando estragos y ruina por todas partes. A tal punto he llevado mi solicitud a favor de esos desventurados, que he tenido la grata complacencia de obtener su exención del pago de primicias, interponiendo al efecto mis buenos oficios ante el obispado de Ayacucho”.

No sorprende entonces que la adhesión a su causa alcanzase en la población campesina expresiones realmente conmovedoras. Una semana después de firmar la Memoria, Cáceres tuvo que movilizarse sobre la quebrada de Canta, “para que desapareciese la situación dudosa y amenazadora creada por Vento, cuyas relaciones con los enemigos tenían visos de toda certidumbre” (Carta a Montero, firmada en Tarma el 27 de enero de 1883). No tuvo tiempo de explicar a los pobladores el por qué de su desplazamiento y entonces vino a suceder un hecho hondamente emotivo, referido por un periodista testigo de tal suceso: “La comunidad de Acostambo, luego que supo el movimiento del ejército sobre Canta y Matucana, nombró una comisión de cuatro vecinos respetables, para que hicieran presente al general Cáceres cuánto hería a su patriotismo el que emprendiera operaciones contra el enemigo sin contar con el concurso de ellas. Hacían presente que tenían quinientos guerrilleros perfectamente armados y listos para moverse a la primera orden que se les diese. Hemos visto a los comisionados en el estado mayor. Son cuatro ancianos que visten el traje peculiar de los indios de Huancavelica: calzón corto de cordelete, medias de lana, ojotas, chaquetones azules con botonadura amarilla, sombreros altos. Todos usan trenza. El aspecto de los comisionados es el de hombres acostumbrados a que se les guarde consideraciones, y a ser escuchados con respeto. La sensatez de sus discursos y el despejo con que hablaron, revelan que son los ancianos más cultos y considerados de su comunidad. Después de haber escuchado una contestación lisonjera, regresaron a su pueblo”. Agregaría el cronista que el sentimiento patrio había buscado “el calor de las chozas, para abrigarse del frío ambiente de las ciudades”. (Crónica publicada en “El Perú” de Tarma, el 14 de abril de 1883).

Por esta Memoria sabemos que Cáceres demandó de Montero decretar medidas extraordinarias a los efectos de afrontar la precaria situación económica del Ejército de La Breña. Por aquellos días, Cáceres se quejaba amargamente ante Montero: “Hace dos meses que de oficio y particularmente pedí tu aprobación al decreto sobre expedición de vales para subsidios del ejército y como hasta ahora no recibo contestación en asunto tan importante, mando de nuevo al ministerio dicha comunicación y espero favorable resolución” (Carta fechada en Tarma, el 27 de enero de 1883). La precariedad económica de los breñeros aparece patente en este pasaje de la Memoria: “En sus períodos de holgura apenas percibe el soldado una escasa propina de cincuenta centavos por semana, no disfrutando los jefes y oficiales sino la cuarta parte de su haber como maximum de buenas cuentas al mes”.

Y a pesar de tantas contrariedades, Cáceres se reafirmó dispuesto a continuar la guerra de resistencia, que entonces apuntaba tanto a la preservación de la integridad territorial cuanto a la defensa del honor nacional, consignando en la Memoria esta singular promesa: “Han de obligarnos a preferir la heroica inmolación en aras de la patria, a una paz ignominiosa y depresiva de la autonomía nacional. El infortunio sufrido con nobleza y dignidad es preferible a un cobarde y vergonzoso abatimiento. Si la guerra impone sacrificios, fuerza es apurarlos hasta las heces, cuando la paz no ofrece más expectativa que un porvenir sombrío.

En vez de legar a las generaciones venideras la herencia de una transacción oprobiosa, condenada por la conciencia nacional y por los principios de la justicia, es preferible sucumbir en la demanda dejando abierto el campo a la lucha, para que los hijos se encarguen de vengar la muerte de sus antepasados”. Hermoso compromiso que Cáceres y los héroes de La Breña sabrían cumplir a cabalidad, emprendiendo algunos meses después la sacrificada Retirada al Norte, cuyo pico más alto se alcanzaría en la batalla de Huamachuco, holocausto de dolor y apoteosis de gloria.

(*) Tomado de « LA PRIMERA MEMORIA DE CÁCERES Y OTROS DOCUMENTOS RELATIVOS A LA CAMPAÑA DE LA BREÑA(1881-1884) », Libro Conmemorativo de las Bodas de Plata de la

Orden de la Legión Mariscal Cáceres (1985-2010). © 2010: Orden de la Legión Mariscal Cáceres.

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