viernes, 4 de marzo de 2011

LA VICTORIA DE CÁCERES



Por: Juan José Vega.

La Campaña de Tarapacá fue la gran escuela de la posterior resistencia en La Breña frente al invasor chileno; y fue esencialmente obra de Andrés Avelino Cáceres, el coronel más joven del Ejército del Perú.
Allí en Tarapacá fue donde, en efecto, él aprendió a batirse contra todo. Contra la naturaleza para empezar: el desierto y la sed. Contra chilenos que siempre atacaban en mayoría. Contra la carencia de suficiente armamento propio. Contra el hambre. Contra las modernas y poderosas armas del adversario. Contra los propios equipos absoletos. Contra magníficos caballos. Contra la eficiente organización del contendiente. Contra las vacilaciones, la inercia o la inexperiencia de muchos de sus superiores. Contra el atraso de numerosos de sus subordinados.
Todo lo aprendió en la batalla de Tarapacá. En La Breña sólo el paisaje habría de variar. Del salitral desértico a las punas y anfractuosidades cordilleranas. De las neblinas a las tormentas. Del sol que calcina a los hielos que matan.
Sacó Cáceres experiencias de los desastres de esa campaña del sur que no condujo; y exprimió ímpetu y energía de la victoria que logró, un 27 de noviembre de 1879. Además, lauros en retirada. Porque en los anales de la historia universal resulta raro encontrar triunfos así replegándose. Es necesario apelar a genios de la guerra, como Napoleón en el Beresina, en la Rusia de 1812; o en Kiev con Erich von Manstein en 1943.
Esa vez en Tarapacá, Cáceres, con su arrojo, sin aguardar órdenes, contuvo y quebró el sorpresivo ataque del enemigo. Por eso el futuro General y Presidente argentino Roque Sáenz Peña, en esa jornada un teniente auxiliar, habría de reconocer que en aquella batalla el joven jefe «nos salvó a todos». A punta de arrojo, de coraje, de táctica fulminante. Se lanzó sin más a la carga contra el enemigo, subiendo a pie la cuesta. «Intrépido» lo llamó por ello el General en Jefe de aquel ejército en retirada, Juan Buendía. Era poca alabanza, y se entiende lo medido del elogio a quien lo había reemplazado en todo; sin consultarlo, porque tiempo no hubo en la emergencia.
El historiador chileno Benjamín Vicuña Mackena señala sobre el ejército peruano de Tarapacá que su personal, tomado en conjunto y como entidad militar, era digno de respeto, pero a diferencia del ejército de Chile «no tenía armas, ni municiones, ni víveres, ni dinero, ni movilidad, ni retirada».
Así era en efecto, pero Andrés A. Cáceres supo dar una victoria. Venciendo las condiciones adversas. Nuestros soldados, a pie, triunfaron allí sobre la caballería enemiga. Eran magníficos esos caballos de gran alzada, pero esa vez los chilenos los usaron para huir a pampa traviesa.
Demoledores eran esos cañones alemanes modelo 1878, pero caminando, al frente de sus soldados, los tomó nuestro coronel Juan Bautista Zuloaga, a golpe de hacha y al precio de su vida, entre fuegos cruzados de fusilería. Y nuestras tropas alcanzaron a voltear algunas de esas piezas en el intento de hacerlos disparar contra el enemigo fugitivo.
Todos los peruanos y los restos de una columna boliviana, escalando laderas, compitieron así ese día contra los infantes, jinetes y artilleros de Chile. Porque sólo hubo infantería bajo nuestras banderas. Eran fusileros armados apenas con viejos fusiles Chassepot, pero con su valentía compensaron los tiros eficaces de los Comblain, recién estrenados en Europa y Chile.
Más todavía: las tropas de un Bolognesi muy enfermo, de Cáceres, de Morales Bermúdez y de Recavarren tuvieron que batirse, por ratos, solo a la bayoneta, por insuficiencia de municiones; tajos y culatazos reemplazaron a las balas, triunfalmente.

Otra lección

Pero en Tarapacá Cáceres supo aprender una lección más, la de la imprescindible unión. Porque la tropa de infantería que allí obró maravillas, era dispareja, desigual. Procedía del Cuzco, de Arequipa, de diez sitios costeños de Ayacucho, de Pasco, de Pisagua. También había un contingente de Lima. Otros procedían de Puno y de Bolivia en una minoría.
Sin distingos de raza ni de clase, en todos bullía el patriotismo: artilleros sin cañones, húsares sin corceles, navales sin buques. Descalzos muchísimos, los uniformaba, de jefe a soldado, la pobreza, la bizarría y el denuedo patriótico. Símbolo de la tragedia vivida eran las deshilachadas banderas que enarbolaban las escoltas; las traían desde las marchas por los arenales del sur.
Pero en el combate, un soldado de Urcos, Mariano de los Santos, arrebató al enemigo el pendón de la estrella solitaria, notable trofeo. Era aquel guerrero del contingente de Guardias de Arequipa. Otros hombres tomaron varios estandartes y diversas enseñas.

Gloria inútil

Pero ¿qué hacer allí en medio de los desiertos con tantos laureles? En realidad la guerra la habían perdido desde hacía muchos años las mal llamadas «clases dirigentes» del Perú. Nadie ha retratado mejor aquel momento histórico que Guillermo Thorndike, en su saga novelística sobre la Guerra con Chile; volteando, como periodista, los documentos. Aferrándose a los textos escribió, reconstruyendo lo que Cáceres meditaría luego del triunfo:
«Ganamos. Cáceres contempla la inmediata desolación que lo rodea. No se sintió con fuerzas para enfriar el entusiasmo de sus más jóvenes oficiales. Ganamos qué. Si seguíamos..., peor ahora que antes. Con sólo cinco cartuchos por cabeza, con trescientos heridos propios. Sin provisiones ni indispensables medicinas. Ahora a desandar el camino. Si tuviesen caballería, habrían tomado no menos de mil quinientos prisioneros. Mulas o asnos servirían para recoger espléndidos fusiles comblain regados por todo el campo de batalla y por la pampa. Y para arrastrar esos ocho cañones Krupp, seis de los cuales son modelo 1878. M... ¡si hubiese un buen general al frente! Vamos, muchachos. Los vivos a seguir viviendo. Aquí, allá, las rabonas, husmean deshechos campamentos chilenos, con sus mochilas alineadas, cajas de flamantes municiones francesas todavía sin destapar, sus buenas tiendas de lona inglesa sin desplegar, sus cantimploras alemanas colmadas de agua salitrosa o de fuerte vino del sur que pocos pueden compartir: rango de vencedor ante un enemigo verdadero. El confiado sosiego de haber combatido de pecho a los fusiles adversarios y estar de vuelta, de haber sido más fuertes que el miedo, más hombres que nadie».
Equipo terrestre impresionante es el que se describe. Además, la flota chilena era la mejor de América, incluyendo a la norteamericana en la comparación. Era monstruoso el desequilibrio. Ya faltaba poco para que el secretario de Estado de los Estados Unidos señalara: «esta es una guerra de Inglaterra contra el Perú y Bolivia, con Chile como instrumento». Y aunque la frase es válida en general, cumple agregar que la ávida oligarquía chilena logró su buena parte en el botín de las salitreras.
Pero felizmente Cáceres, el mismo Cáceres de Tarapacá y La Breña, tomó el poder en 1886, a fin de restaurar la dignidad nacional contra los chilenistas, que fueron derrocados a sangre y fuego. Y durante aquel gobierno de reconstrucción impidió que Chile adquiriese los bonos de nuestra Deuda Externa, hecho que nos habría puesto irremediablemente de rodillas ante el agresor del Sur.
Por todos esos sucesos, resulta positivo evocar una victoria como la de Tarapacá, que no es solamente el Día de la Infantería: es un día que debe conmemorar todo el pueblo del Perú, toda nuestra nación, donde ¿por qué será? se nos enseña a festejar derrotas y olvidar los triunfos. Tarapacá debe constar en el Calendario Cívico del país, empezando por las escuelas.

1 comentario:

Unknown dijo...

Acertado análisis de quien fuera uno de los más lúcidos historiógrafos del pasado siglo. Por desgracia, en nuestro ámbito educativo el recuerdo de la victoria de Tarapacá no tiene el realce que merece.