martes, 1 de marzo de 2011

CÁCERES EN ANDAHUAYLAS: “COMO EL SOL APARECES DESPUÉS DE LA NOCHE OSCURA”


Escribe: Luis Guzmán Palomino.

Andahuaylas fue cuartel general del Ejército de La Breña entre octubre y diciembre de 1883. Lo fue desde mucho antes de que en Lima se suscribiera el ignominioso tratado de paz. Los chilenos no se atrevieron a pasar más allá de Huamanga e incluso pronto tuvieron que evacuar esa región ante la creciente hostilidad de las guerrillas patriotas. Optaron por la desastrosa retirada hasta Lima temiendo la contraofensiva de Cáceres, quien en Andahuaylas pudo poner en pie a un renovado ejército, con el que iba a mantener enhiesta la bandera de la resistencia hasta la salida definitiva del invasor extranjero, lo que recién ocurriría en agosto de 1884. La guerra no terminó con el tratado de Ancón -como ha reiterado indebidamente la versión tradicional-, y encierra muchos capítulos de una historia aún poco conocida.

LOS VETERANOS DE HUAMACHUCO

En el mes y medio que permaneció Cáceres en Andahuaylas fueron llegando a su cuartel muchos de los valientes que lucharan a su lado en Huamachuco. Aunque reducidos a extrema pobreza, ellos conservaban intacta su fe en la causa patriota, según reconocería el general:
El ardor patriótico iba cundiendo por todos los pueblos de Apurímac, Huancavelica y Ayacucho, y de día en día aumentaba el efectivo de mis fuerzas. Llegaban también a Andahuaylas jefes, oficiales y soldados, casi todos con sus propias armas, que combatieron en el campo de Huamachuco, y que atravesando cordilleras y quebradas, hambrientos y descalzos, venían en nuestra búsqueda para incorporarse a las filas del incipiente ejército, y animosamente decididos a enfrentarse de nuevo al enemigo. Palmaria demostración de no haberse agotado la energía en el corazón de aquellos intrépidos veteranos, y mucho menos desvanecido la esperanza” (Cáceres, 1980: t. II, p. 13).
Digna de relieve esa perseverancia, porque los sobrevivientes de Huamachuco recorrieron un extenso trayecto -más de medio Perú de Norte a Sur- para llegar a Andahuaylas, pasando audaz y temerariamente por entre las líneas enemigas, merced al apoyo que encontraron en las comunidades campesinas a la sola pronunciación de un nombre que infundía respeto y hasta veneración: ¡Cáceres!
Veteranos de una larga campaña supieron diferenciar hermanos de traidores, prefiriendo siempre los humildes caseríos para descansar y alimentarse, evitando las ciudades donde no faltaron los delatores. Y admira comprobar que los campesinos de Ancash, Junín, Huancavelica y Ayacucho reconocieran en esos forasteros a los breñeros; porque no alcanzamos a imaginar cuál fue la contraseña para tal inteligencia. Posiblemente, a lo largo de la ruta el general fue dejando fieles compañeros que ayudaron en ese reconocimiento; o tal vez fue el cariño y sinceridad con que pronunciaron el nombre del Tayta y proclamaron fidelidad a su causa que los indios, tan fieros para con los chilenos y con los mistis, les franquearon el paso, guiándolos hacia Andahuaylas.

LAS LÁGRIMAS DE CÁCERES

Acudieron también al cuartel de Andahuaylas los varayoc de los cientos de ayllus campesinos de la región; muchos de ellos desde lejanas comarcas, donde la versión oral hablaba de Cáceres como del nuevo Inca. Sorprende comprobar que hasta nuestros días las poblaciones indígenas, sempiternas marginadas, recuerdan con reverencia el paso del general. Bastará citar el caso de la comunidad de Piscobamba, ubicada al interior de Talavera, población vecina a Andahuaylas, donde hay un lugar especialmente respetado porque se dice que allí descansó Cáceres. Carecemos de la documentación necesaria para afirmar con certeza que así ocurrió efectivamente, pero si no Cáceres alguno de sus oficiales debió recorrer esos humildes caseríos, hablando del Tayta para captar el apoyo campesino.
Todo el valle del Pampas formó un sólido frente con el ejército patriota, y como testimonio de lo que fue esa conjunción quedaron estas líneas firmadas por el propio Cáceres:
Un día llegó a mi campamento de Andahuaylas un indiecito, armado con su rejón, en mi busca, mandado por las comunidades de Ayacucho. Encontrábame en la puerta de la comandancia con algunos jefes, cuando se me acercó, y expresando su sorpresa al verme, me besó la mano y con voz conmovida díjome en quechua: “Taytay: Wanunnñachari, nirccanikun noccaikucca, ¿imanasccatacc saccerpariwarankiku? Kunanmantacca cusiccana kasaccku, Inti ina tuyapaccpi lloccsimuptiki”. Que, traducido, quería decir, más o menos: “Padrecito: Preguntándonos por la causa de tu ausencia llegamos a pensar con tristeza que ya habías muerto, pero desde hoy nos sentiremos contentos porque como el Sol apareces después de la noche oscura”.
Esta manifestación -continúa relatando Cáceres- la hizo en términos tan patéticos, que me conmovió hondamente hasta el punto de nublar mis ojos de lágrimas; los jefes que me acompañaban tampoco pudieron disimular su emoción. Le abrace con el cariño que siento por esta raza noble e infeliz, que por centenares estaba dando héroes a la patria, e hice que descansara y se le atendiese con alimentos de mi escasa mesa” (Cáceres, 1980: t. II, pp. 14-15).

PATRIA E IDENTIDAD

Aquel indígena, sin duda, llegó procedente de una muy lejana comunidad, donde se ignoraba por completo la suerte de Cáceres. Prueba, entre otras cosas, que la nación india, aun careciendo de autoridades representativas del gobierno, había tomado clara conciencia de lo que significaba la guerra patria, identificándose con un conductor que supo calar hondo.
Respecto a esa comunión patriótica de esfuerzos e ideales, el historiador jesuita Rubén Vargas Ugarte dejó apuntado: “Uno de los méritos de Cáceres, identificado con el indio a quien conocía y cuyo idioma hablaba, fue despertar en sus mentes el amor a la patria, a este Perú que los había visto nacer. De ahí que a una voz de su jefe, lo dejaran todo y empuñaran el fusil, o en su defecto la honda y el rejón, a fin de repeler al agresor. Los campos situados en los valles andinos fueron regados con su sangre, pero ellos la vertieron generosa y entusiastamente, porque se dieron cuenta que lo hacían por una causa noble y justa, por su patria, en una palabra” (Vargas Ugarte, 1971: t. X, pp. 283, 317).

LA SITUACIÓN EN AREQUIPA

En el cuartel de Andahuaylas se presentaron, asimismo, jefes patriotas radicales, como el capitán de navío Camilo N. Carrillo, quien insistió ante Cáceres sobre la necesidad de marchar sobre Arequipa y tomar el mando del ejército que allí acantonaba inactivo, aduciendo que el vicepresidente Lizardo Montero no tenía la menor intención de apoyar la resistencia armada.
El marino estaba absolutamente convencido de que el Ejército del Sur terminaría defeccionando, basando su suposición en el hecho de haber comprobado en Arequipa una creciente propaganda derrotista. Montero, además, tenía la absurda sospecha de que Cáceres pretendía derrocarlo, recelo que alentaba su entorno político, ya abiertamente partidario de un trato con los chilenos cediéndoles a perpetuidad el departamento de Tarapacá (Ahumada Moreno, 1890: t. VIII, p. 139).
Carrillo consideraba que la sola presencia de Cáceres en Arequipa correría a los derrotistas y que el Ejército del Sur se plegaría de grado a su causa, abandonando al vacilante Montero. Pero Cáceres, aun comprendiendo que no faltaba razón a mucho de lo expuesto por el marino, desechó de plano la sugerencia, para no aparecer como un caudillo golpista en momentos tan graves.
Mucha contrariedad causó en el marino esa respuesta, y al despedirse de Cáceres le anunció lo que fatalmente acontecería: “Mis razones no le convencieron -recordaría Cáceres-, y continuaba alegando que eran escrúpulos que debía desechar, en atención a los sagrados intereses de la patria, por la cual estaba bregando sin contar con el auxilio del gobierno, el cual no se decidía a tomar ninguna actitud definida. Juzgaba el capitán de navío Carrillo que el ejército de Arequipa se iba a perder sin haber hecho nada por la patria, y que más tarde me arrepentiría de mis escrúpulos y de no haber procedido como él me lo sugería. Sin conseguir su objeto, el señor Carrillo se marchó para Lima” (Cáceres, 1980: t. II, p. 14).
Cáceres, en efecto, lamentaría muy pronto haber desoído tales consejos, porque a mediados de ese mismo octubre tuvo ya prueba palpable de que era inútil esperar ayuda de Arequipa. Sucedió que Montero envió sobre sus posiciones, en plan de reconocimiento -lo que suponía considerarlo adversario-, un destacamento de 250 hombres perfectamente armados y equipados, comandados por los coroneles Francisco Luna y Armando Zamudio. Éstos, contrariando órdenes, cruzaron el río Pampas y avanzaron hasta el cuartel de Andahuaylas, presentándose ante Cáceres para ponerlo al corriente de lo que verdaderamente ocurría en Arequipa.
Como una prueba irrefutable de la conducta negativa asumida por Montero, el coronel Luna mostró al Jefe de La Breña la última comunicación que recibiera de aquel, cuyo tenor era no podía ser más evidente: “Tan luego como reciba esta orden, póngase en marcha con su tropa, a marchas forzadas, antes de que caiga en manos de Cáceres” (Cáceres, 1980: t. II, p. 14).
Aunque profundamente dolido por aquella revelación, Cáceres manifestó a los coroneles que estaban en libertad de retornar a Arequipa, pero que él se quedaría con la tropa. Replicaron entonces ambos jefes que desconocían la autoridad del vicepresidente Montero y que con gusto se plegaban al ejército patriota: “Entusiasmóse a tal punto el coronel Luna con mi resolución -recordaría Cáceres-, que me respondió: “Yo también me quedo, pues usted es el único jefe que cumple con su deber combatiendo al enemigo; y, por consiguiente, yo no obedezco ninguna orden antipatriótica y continuaré a su lado, para ayudarle en su ardua tarea de organizar tropas contra el invasor”. Igual protesta de adhesión hízome el coronel Zamudio” (Cáceres, 1980: t. II, p. 14).
Agradeciendo el coraje y patriotismo de esos jefes, Cáceres les confió cargos de importancia en el nuevo Ejército de La Breña.

LA COLUMNA CÁCERES

Detalle saltante en Apurímac y Ayacucho, por lo excepcional, fue el apoyo que encontró Cáceres en algunos potentados. Tal fue el caso de Juan Rosendo Samanez, primo suyo, quien organizó, armó y equipó un contingente de voluntarios. Vecinos de diversos pueblos colaboraron, a su vez, en la formación de algunos cuerpos de caballería, como la “Columna Cáceres” que se organizó en Andahuaylas merced al concurso de jóvenes voluntarios que acudieron montados en sus propios caballos. Por medio de cartas, Cáceres reclamó apoyo de los potentados de la región, no precisamente con contribuciones obligatorias y desinteresadas, sino a título de empréstitos pecuniarios que a su debido tiempo serían reembolsados. El coronel Guillermo Ferreyros, llegado de Junín, donde prestó importantes servicios, recibió la misión de recolectar esos aportes, viajando por el interior para hacer llegar las cartas a sus destinatarios.

Referencias bibliográficas:
Ahumada Moreno, Pascual, Recopilación Documental sobre la Guerra del Pacífico, Valparaíso, 1890.
Cáceres, Andrés Avelino, Memorias, Editorial Milla Batres, Lima, 1980.
Vargas Ugarte, Rubén, Historia General del Perú, Editorial Milla Batres, Limas, 1971.

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