jueves, 7 de julio de 2011

166 ANIVERSARIO DEL NATALICIO DEL MARISCAL ANDRÉS AVELINO CÁCERES


ALOCUCIÓN PATRIÓTICA DEL DOCTOR HERNÁN AMAT OLAZÁBAL, MIEMBRO DE LA ORDEN DE LA LEGIÓN CÁCERES, EN EL HOMENAJE AL 166 ANIVERSARIO DEL NATALICIO DEL MARISCAL ANDRÉS AVELINO CÁCERES


Señor General de División Luis Alcántara Vallejo, Presidente de la Orden de la Legión Mariscal Cáceres, Señores Directivos y Miembros de la Orden de la Legión Mariscal Cáceres, Dignas Autoridades Civiles y Militares, Jóvenes de las Brigadas Caceristas, Maestros y Estudiantes,

Señoras y Señores:

Una fecha de especial recordación, el 166 aniversario del nacimiento del Gran Mariscal Andrés Avelino Cáceres, brinda a quien les habla el inmerecido honor, de pronunciar unas palabras en homenaje a quien es, sin duda, la figura paradigmática por excelencia, en la historia del Perú Republicano.

La efemérides que hoy nos congrega no sólo atañe al primer acontecimiento en la biografía del héroe de la Breña. Significa mucho más. Es un día motivador de reflexiones sobre el pasado, el presente y el futuro de nuestra patria. Es un día en que tenemos con nosotros presente, el recuerdo del hombre que nos enseñó que formamos parte de una nación cuyos derechos son inalienables, sobre todo cuando hacemos referencia a la sagrada heredad territorial, que ha de defenderse incluso con el sacrificio de nuestras vidas.

Cáceres es el símbolo de un compromiso plenamente vigente y por eso su figura excelsa traspasa los lindes del ciclo histórico que le tocó vivir. Por sus virtudes cívicas y por sus hazañas bélicas, Cáceres fulgura en la memoria nacional como el ejemplo a seguir.

Su legado es imperecedero; sus ideales son eternos. La vida del Soldado de La Breña, hoy más que nunca, aparece en la historia como una lección plena de enseñanzas, para esta generación y aún para todas las que se sucedan en el porvenir.

Cáceres consagró a la patria el íntegro de su gloriosa existencia, y por ello tiene un recuerdo en cada memoria y un altar en cada corazón. No hay peruano que no pronuncie su nombre con sentida unción patriótica, recordando al hombre extraordinario que, luchando contra todas las adversidades, supo conducir, en horas aciagas para la patria, la bandera del honor y de la dignidad nacional.

Cáceres no fue ungido héroe en virtud de un decreto. Cáceres fue elevado a esa categoría inmortal por la opinión de todos sus compatriotas, que reconocieron en él a un hombre superior, al hombre que encarnando el más acendrado patriotismo, puso al servicio del Perú todas sus energías, todo su valor y toda su alma.

Por todo ello, cualquier palabra que se pronuncie en su honor estará siempre justificada. La aureola de su gloria ilumina más que las llamaradas de los volcanes y su voz llamándonos a luchar por el bien del Perú, en todo momento y sin claudicaciones, resuena aun más fuerte que el estrépito de la naturaleza puesta en furia.

Cáceres simboliza lo más noble y sacrosanto de la peruanidad. Los peruanos vemos en él a la personificación más grande de las glorias nacionales.

Cáceres enalteció el pabellón patrio enarbolándolo en numerosos combates y conduciéndolo, altivo y enhiesto, de uno a otro confín del país, como símbolo emblemático de la resistencia jamás doblegada.

Cáceres asumió un rol protagónico en los momentos más críticos para la república, poniéndose al lado del pueblo en defensa de una noble causa. Entre 1879 y 1884, América del Sur fue conmocionada por una guerra que promovió el imperialismo británico, con el objetivo de asegurar sus intereses en el territorio peruano-boliviano del guano y del salitre.

En el Perú y Bolivia, a lo largo de la etapa republicana se sucedieron gobiernos manejados por la clase dominante feudal, que terminaron en bancarrota económica y la más profunda crisis social. Entre tanto, Chile se había encaminado al desarrollo, bajo la conducción de una agresiva burguesía, que supo unir sus intereses con los del imperialismo británico. En el frente interno, la burguesía chilena actuó con extremado rigor, haciendo suya la terrible frase: “el mejor indio es el indio muerto”. Así, tras ahogar en sangre las heroicas luchas de sus poblaciones nativas, matanzas en las que entrenó a su ejército, la clase dominante chilena inició la guerra de expansión, ocupando todo el litoral boliviano para luego avanzar hasta Lima, la capital peruana.

Sucedió a ello una tremenda anarquía. En Bolivia no hubo capacidad de reacción y en el Perú se sucedieron gobiernos paralelos, emergiendo las disputas entre sus grupos de poder. Al cabo, cada cual buscaría por su lado un entendimiento con el invasor extranjero.

Pero al mismo tiempo emergió la resistencia patriota, especialmente entre los sectores desposeídos, heroica lucha cuyo brillante organizador y jefe nato fue el entonces joven general Andrés Avelino Cáceres.

Este hombre extraordinario, predestinado para la gloria, había nacido en Ayacucho, en el corazón mismo del Perú Profundo, el año 1836. Luego de cubrirse de heroísmo en la campaña del Sur, principalmente en Tarapacá, y en la defensa de Lima, siendo herido en Miraflores, estando aún convaleciente tomó el camino de la sierra, para formar contingentes irregulares en toda la región andina y librar entre 1881 y 1884 la gloriosa y sacrificada Campaña de La Breña.

Grabado está en la memoria histórica del Perú que esa heroica resistencia puso a salvo el honor y mantuvo incólume la dignidad nacional. Cáceres, enarbolando invicto y altivo el pendón bicolor, alzó la protesta viril del derecho contra la fuerza, de la libertad contra la conquista, de la civilización contra la barbarie. En la guerra con Chile fuimos vencidos pero no humillados, porque Cáceres defendió el honor de la nación sin claudicar jamás.

Figura de perfil incaico y espartano, guerrero de insignes audacias, patriota de férrea voluntad, Cáceres dignificó la derrota en aquella infausta contienda y como soldado simbolizó el heroísmo y la gloria. Insuperable como guerrero, bien se dijo de él que bajo el Sol peruano no hubo soldado más grande, ni más genial, ni más extraordinario que Andrés Avelino Cáceres.

Porque la espada de Cáceres brilló con mayor intensidad en las horas de infortunio. Las innumerables fatigas, las encontradas emociones de la prolongada lucha, todo lo pudo resistir porque tuvo una vigorosa naturaleza, un indomable valor y un extraordinario amor a la patria.

Como fiel seguidor de Bolognesi, su camarada en Tarapacá, Cáceres luchó muchas veces hasta quemar el último cartucho. Y si no tuvo como él la suerte de morir en el campo de batalla, fue porque el destino le deparó la sacrosanta misión de conducir, desplegada y enhiesta, la bandera roja y blanca, por toda la vasta extensión de nuestro territorio, desde el océano hasta la ceja de montaña y desde Tarapacá hasta Huamachuco, enarbolándola como símbolo de la resistencia a la conquista y como escudo de la integridad territorial.

En la Campaña de La Breña, en el fragor de sus sangrientos combates, varias veces esa bandera quedó hecha jirones, pero fue entonces cuando se alzó más hermosa que nunca, empuñada por héroes y mártires que con su sangre, sudor y lágrimas, comprometieron para siempre la gratitud nacional.

Cuando la patria padecía la más injusta y alevosa agresión, cuando en medio del desconcierto muchos desesperaban, pese a tantas adversidades Cáceres tuvo fe. Y por ello se internó en el corazón de la república, para reaparecer combativo a la cabeza de bravos soldados y guerrilleros, entre quienes supo propagar su fe y su entusiasmo, proclamando que el Perú no estaba vencido.

Así, desde la más alta cumbre de los Andes, contemplando la inmensidad del espacio, inmensidad tan inconmensurable como su heroísmo, Cáceres emprendió la más grande epopeya republicana, sin importarle que la contienda fuese desigual, seguro de que el destino le deparaba la gloria y confiado en la excelsitud de su valor y su patriotismo.

Quiso el azar que Cáceres sobreviviera por más que siempre expuso la vida, como el primero en la línea de batalla. Lo hirieron varias veces, le mataron cabalgaduras, vio caer a su lado cientos y miles de camaradas, pero conservó la vida para bien del Perú.

Porque sin Cáceres y sin La Breña, quien sabe lo que hubiese sucedido con nuestro país, ya que por esos días Chile y algunos malos peruanos proyectaron instaurar un protectorado en nuestro territorio.

Por eso, se equivocan aquellos que irreflexivamente repiten que a Cáceres le faltó morir en Huamachuco para coronar su gloria. De haber sucedido así, triunfante el invasor extranjero y sus cómplices, nadie hubiese podido impedir una prolongación de la ocupación chilena en gran parte de nuestro territorio.

Recuérdese que después de Huamachuco, Cáceres levantó en Andahuaylas un nuevo ejército, y que fue ante su avance sobre Lima que los chilenos terminaron retirándose, no sin antes obtener de los traidores un tratado de paz lacerante e ignominioso.

Los adversarios, admirándolo y temiéndole, lo llamaron Brujo de los Andes. Porque sin contar el número de sus adversarios, Cáceres fue protagonista de acciones inverosímiles. Así, venció en Concepción, Marcavalle y Pucará, oponiendo a los cañones y fusiles del enemigo, los rejones y las galgas, la audacia y la energía, la perseverancia y la fe. Toda la fe de su alma de gran patriota.

Ese fue el Cáceres de la Resistencia, el guerrero sin par, el adalid de la identidad nacional, el paradigma de la dignidad, del honor y del más acendrado patriotismo. Tan grande es su gallarda figura, que hasta sale de los límites de la historia y penetra en los escenarios de la leyenda, que embellecen su recuerdo. La nación agradecida rinde perpetuo homenaje a su memoria, enaltece sus hechos y los trasmite como ejemplo para las nuevas generaciones.

Pero además de guerrero sin par, Cáceres fue también un egregio ciudadano. La historia le debe aún un reconocimiento por su labor de gobernante democrático, en el difícil período de la Reconstrucción Nacional.

Como Presidente del Perù Cáceres fue un estadista vidente. Llegó al poder después del desastre e inició la difícil tarea de la Reconstrucción Nacional. Con grandes esfuerzos y con muchas incomprensiones, reorganizó la hacienda pública y a su impulso poderoso la república extenuada recobró sus fuerzas; el tesoro público salió del caos y el Perú volvió a ser sujeto de crédito en el consenso internacional.

El gobierno de Cáceres sentó las bases para la reorganización de la instrucción pública. Fue un período marcado por un renacimiento en todos los campos del saber y la cultura. Y fue también preocupación del gobierno de Cáceres la Defensa Nacional, dotando a la Fuerza Armada de los elementos

necesarios para su resurgimiento. En la dirección de la vida pública, Cáceres mostró grandes virtudes. Fue un inteligente organizador, y actuó con probidad y austeridad en el manejo económico. Respetando invariablemente la libertad de opinión, Cáceres buscó siempre la conciliación, mostrándose cauto en las divergencias. Por ello su gestión administrativa restañó las heridas de la guerra, permitiendo una recuperación saludable al accionar de la república.

Más tarde, en su actuación diplomática, Cáceres captó las simpatías de todos los gobiernos donde representó, con pulcritud y discreción, los intereses del Perú. Fue ministro plenipotenciario en Alemania, en el imperio austrohúngaro, en Francia y en España, sobresaliendo por su laboriosidad y por su espíritu ponderado.

Cáceres fue además un brillante conductor político, faceta en la que mostró una vez más sus dotes de conductor de masas y de pueblos. Fundó el Partido Constitucional, llamando en torno suyo a eminentes ciudadanos, en un tiempo en que de manera fraudulenta los sectores oligárquicos retornaron al poder.

Cáceres orientó su partido político hacia los ideales de la democracia y del patriotismo, siendo principales objetivos de su programa el bien público, la

prosperidad económica y la consolidación de la Unidad Nacional. Con admirable rectitud defendió los principios de su agrupación política e hizo de sus ideales un apostolado, totalmente al margen de cualquier interés mezquino. Y cuando la adversidad se presentó también en este campo, Cáceres supo ser leal a sus compañeros, manteniendo la ecuanimidad en todo momento.

Primó en Cáceres el criterio de exponer las ideas, no el de imponerlas y mucho menos haciendo uso de la violencia. Hombre de espíritu profundamente republicano, profesó el principio de la igualdad en su forma más amplia. Situado en una situación expectable, fue tentado para caer en la soberbia y en la ostentación; sin embargo, la modestia y la sencillez normaron en todo momento su conducta. Tuvo un gran respeto por sus semejantes, su trato social fue de una delicadeza admirable y siempre se mostró como fervoroso cultor de la sincera amistad.

A lo largo de toda su vida, Cáceres fue un tesonero defensor de la vida en democracia. Procuró situarse al margen de las luchas que anarquizaron al país y las deploró severamente al convertirse en protagonista de esa vorágine. Su ideal político fue el de la Unidad Nacional, sin distingo de partidos políticos ni de clases sociales, un ideal que nunca pudo ver del todo consolidado. Fue un demócrata en toda la extensión de la palabra, porque supo escuchar con respeto el parecer ajeno e incluso seguirlo cuando le pareció justo. Enseñó la democracia con el ejemplo, confundiéndose con las masas populares de la que fue digno representante.

Cáceres fue un portavoz de los ideales de equidad y solidaridad. De ello dio testimonio en varios pasajes de La Breña, luego en su labor como presidente constitucional y más tarde como el principal y más respetado patricio de la república. Cáceres comprendió los males de la desigualdad social y fue de los primeros en aplicar medidas conducentes a la reforma agraria, amenguando también, en lo posible, las cargas tributarias que pesaban sobre el campesinado.

Varios de sus simpatizantes formaron parte de las huestes del rebelde ancashino Pedro Pablo Atusparia, que no sólo luchó contra los abusos de la feudalidad sino también contra el gobierno chilenófilo de Miguel Iglesias.

Cáceres, que tras derrocar a Iglesias fue reconocido como primer mandatario de la nación, recibió en palacio a un hijo de Atusparia, mostrándose solidario con la causa que defendió el desdichado líder campesino.

Años más tarde, ya en su ancianidad, y durante los años de la República Aristocrática que gobernó de espaldas a los sagrados intereses de la Nación, Cáceres continuó del lado de los desposeídos, incluso anteponiendo su cuerpo

para evitar una represión contra los obreros, en Vitarte. Por ello, columnas periodísticas del proletariado lo llamaron Padre de Nuestra Raza Indígena, rindiéndole los más enfervorizados homenajes cuando el Héroe, al exhalar el postrer suspiro, partió a la mansión de los inmortales.

Señoras y Señores:

Por su vida ejemplar, por su trayectoria nimbada de heroísmo, por sus tantas veces probado amor a la patria, pocas figuras de nuestra historia alcanzan los relieves gloriosos del Mariscal Andrés Avelino Cáceres. Y la historia le sabe conceder hoy, en representación del sentimiento nacional, sus verdaderos y grandiosos contornos.

La posteridad le tributa perenne recuerdo con profunda veneración y la patria toda se une para honrarlo en apoteosis, recordándolo como adalid del patriotismo, como al héroe por excelencia, como al guerrero sin par y como al ciudadano sin tacha.

Por sus hazañas militares y por sus virtudes cívicas, Cáceres comprometió para siempre la gratitud nacional. Porque pasarán los años, transcurrirán los lustros, las décadas y los siglos, y el recuerdo de la vida y obra de Andrés Avelino Cáceres habrá de mantenerse siempre vivo, como imperecedero paradigma.

Su gloria será sempiterna, porque generaciones tras generaciones honrarán la memoria de este guerrero insuperable, estadista eminente, egregio ciudadano y patriota ejemplar. Hijo Predilecto de la Patria, Cáceres ilumina con sus inmarcesibles ideales el camino que seguimos en la lucha irrenunciable por alcanzar un Perú más Libre, más Justo, más Solidario y más Digno.

Por todo ello, a 166 años de su natalicio, Andrés Avelino Cáceres está siempre presente en el corazón de todos los peruanos.

Muchas gracias.

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