miércoles, 8 de junio de 2011

EN EL ALTO DE LA ALIANZA


Por: Luis Guzmán Palomino.

Pese a que el enemigo era notoriamente superior a los nuestros en número (según el parte oficial de Montero hubo ocho mil combatientes de nuestra parte mientras que los chilenos eran veinte
mil) la batalla del Alto de la Alianza duró varias horas, lo que fue un claro indicador del entusiasmo, valor y tenacidad que demostraron los aliados aquel infausto como glorioso 26 de mayo de 1880. Pero además de la incontestable diferencia numérica, hubo sobre todo un abismal contraste en el material de guerra presentado por los contendientes, lo que no fue
responsabilidad de los mandos militares sino de aquellos que al usurpar el poder político atentaron contra la unidad nacional y negaron todo apoyo al ejército que defendía Tacna y Arica, condenándolo de antemano a la derrota.

LA POLÍTICA DEL DESARME

Repasemos brevemente los hechos. El Perú, minado por la anarquía política y la corruptela de la era del guano, se mantuvo al margen del desarrollo industrial y la revolución en el armamento que se dio en Europa y Norteamérica en la sétima década del siglo XIX, a escasos años de estallar la guerra del guano y del salitre. Chile hizo lo contrario, construyendo en astilleros británicos dos modernos blindados, con los que en 1874 pasó a ocupar la supremacía en el Pacífico Sur.
En lo que respecta al material de guerra terrestre se dio la misma figura. La aparición de la industria pesada motivó el predominio de la artillería de campaña y de nuevas armas de fuego para la infantería. Se había puesto en práctica una nueva modalidad de guerra, la de movimientos, en la guerra civil norteamericana, en el conflicto entre Prusia y Austria y sobre todo en la guerra franco-prusiana. El nuevo material se adecuaba a la nueva modalidad de
guerra.
Con ello se convirtió en obsoleto el armamento que para el ejército peruano trajo de Europa Francisco Bolognesi, en misión encomendada por el presidente mariscal Ramón Castilla. Los nuevos cañones Krupp y los modernos tipos de fusil, que Chile tuvo el acierto de adquirir, convirtieron en inservible y anticuado al material de guerra existente en el Perú. Ello quedaría demostrado al iniciarse las operaciones terrestres de la guerra del 79, cuando en la batalla de San Francisco bastó el fuego de la artillería chilena para contener el avance de la infantería peruano-boliviana.
De igual manera, serían decisivos los 30 cañones Krupp que vomitaron mortífero fuego en la batalla del Alto de la Alianza, sin que a ellos pudieron oponerse la artillería boliviana compuesta por sólo 6 cañones Krupp, en tanto que la peruana era prácticamente inexistente. Recuérdese que en la batalla de Tarapacá lucharon los artilleros peruanos sin cañones y los que se tomaron al enemigo tuvieron que ser enterrados al producirse la retirada a Tacna.
Luego del holocausto de Miguel Grau en Angamos -como bien se sabe- Chile quedó dueño absoluto del mar. El único buque nuestro que había podido hacer frente a su poderío, el glorioso monitor “Huáscar”, fue después mancillado con otra bandera y otros tripulantes, y en 1880 acompañó a los buques chilenos en sus incursiones contra los indefensos puertos peruanos.
Tómese en cuenta que salvo el Callao y Arica, el resto del litoral carecía de fortificaciones. Apenas nos quedó la corbeta “Unión” y unos cuantos trasportes y pequeños monitores, que nada podían contra el incontestable poderío naval enemigo.
El dictador nada hizo por adquirir el material que se necesitaba para revertir el curso de la guerra, pese a que así lo había prometido al hacerse del mando en diciembre de 1879. Nuestras costas quedaron así a merced del enemigo, que no tuvo mayores problemas para desembarcar fuerzas de invasión por Ilo y Pacocha.

LA NEFASTA “REORGANIZACIÓN” DEL EJÉRCITO

Entre los comandos patriotas el descontento fue notorio cuando se conocieron los sorpresivos decretos de la dictadura “reorganizando” el ejército del sur. Pese a que su comandante general, el contralmirante Lizardo Montero, expresara su reconocimiento al nuevo gobierno, Piérola no tardó en restarle mando, recordando que había sido su opositor político. Fue por ello que el
dictador decretó la fatídica “reorganización”: Montero sólo retuvo el mando del que pasó a llamarse primer ejército del sur, con sede en Tacna, desprendiéndose de su autoridad las tropas de Arequipa, Moquegua y Puno, que pasaron a conformar el segundo ejército del sur, cuyo cuartel general se estableció en Arequipa.
Protestó Montero por tal “reorganización”, haciéndose eco de las quejas manifiestas por los vencedores de Tarapacá; y la consideró “funestamente peligrosa”, de impredecibles consecuencias. Pero aunque hubiese podido renunciar, que fue lo que al parecer pretendió provocar el dictador, no lo hizo, juzgando que una actitud de tal naturaleza hubiese provocado el
enfrentamiento abierto entre los comandos patriotas y las autoridades políticas.
Existió la posibilidad de socorrer a ese ejército con algún material de guerra, por pobre que fuese, remitiéndolo por vía terrestre, especialmente por el camino de la sierra, como más tarde lo harían los chilenos. Pero no se dio tal abastecimiento, aduciéndose carencia de elementos de movilidad y de transporte. Las contadas veces que el gobierno aparentó atender los
requerimientos de los jefes del frente sur, utilizó la vía marítima con escaso resultado positivo.
El apoyo era más que insuficiente y casi absoluta la apatía del gobierno, por lo que Montero hizo manifiesta su contrariedad, topándose con oídos sordos: “Hace algunos correos no recibo comunicación de Ud. -le escribió a Piérola el 29 de abril de 1880, desde Tacna- ... y por acá vivimos en la más completa ignorancia de lo que allá se hace y pasa, especialmente sobre la
adquisición de elementos bélicos para la prosecución de la guerra”.
Elementos bélicos, ¿acaso los procuraba el autotitulado jefe de los ejércitos? ¿los conseguía por ventura su correligionario Miguel Iglesias, ministro de guerra de la dictadura? Nada de eso; todo lo contrario. Porque Piérola e Iglesias, futuros artífices y cómplices en el entreguismo, desde su
cómoda posición de Lima se limitaron a trasmitir órdenes de mantenerse a la defensiva, amén de sembrar a sus favoritos, aunque no fuesen militares de carrera, en las jefaturas del ejército.
De allí que Montero, en atrevida condena, escribiera a Piérola el 5 de mayo: “Los jefes de cuerpo que Ud. ordenó que fueran destinados a este ejército, se hallan actualmente en sus respectivas colocaciones, no habiéndose podido aún cumplir la refundición de algunos porque temo que se pierdan... Por lo demás, yo no tengo amores ni con comandantes generales ni con jefes de cuerpo”.

EL TESTIMONIO DE TOMÁS CAIVANO

Ni auxilio en contingente humano, ni material de guerra, ni adecuadas orientaciones podían esperar los patriotas de Tacna y Arica. Al cabo, llegaron a la trágica conclusión de que habían sido abandonados a su suerte. Porque mientras Bolognesi, Cáceres, Montero, Campero y Camacho se alistaban para la desigual batalla, Piérola, vestido de militar con uniforme prusiano, se dedicaba en Lima, con inusitada vehemencia, a organizar un ejército colecticio, entregando sus mandos a improvisados “coroneles” adictos a su política. En esos tiempos, los terratenientes y otros afortunados podían ostentar ese grado militar, sin haber pisado nunca un cuartel.
La mayor parte de los recursos bélicos de que disponía el Perú, que eran bien pocos, los concentró el dictador en la capital, como si en el sur no existiera un ejército próximo a librar combate. Por eso, el historiador italiano Tomás Caivano no pudo menos que denunciar lo que fue sin duda un proceder negativo:
“Piérola temía que una vez vencedor de los chilenos, Montero se rebelase contra él, y que valiéndose del mayor prestigio y ascendiente que la victoria le procuraría en el pueblo, no le fuera posible arrojarlo del solio dictatorial para ocupar su puesto; y no preocupándose más que de sí mismo, concentró todos sus esfuerzos en una tenaz y mal encubierta guerra contra
Montero y el ejército que estaba a sus órdenes... Piérola fue todavía más adelante, y atendiendo a los hechos parece que debió decirse: “Puesto que no puedo conseguir que Montero no se bata con los chilenos, procuraré que no venza; y de este modo, él y su derrotado ejército no podrán ser jamás un peligro para mí”.
Así, la suerte estaba echada. Huérfano de apoyo el ejército peruanoboliviano iba a sucumbir. Hubo intención de dar la batalla en Sama, pero esto fue objetado al advertirse la carencia absoluta de elementos de movilidad y transporte. Además, había orden de Piérola para mantenerse en Tacna a las defensiva; el dictador había prometido el concurso del segundo ejército del sur,
para abrir dos frentes al enemigo, pero ese apoyo nunca llegaría. El alto mando del ejército aliado decidió dar la batalla en las afueras de la ciudad, en una meseta de pocos metros de elevación sobre la llanura que domina y se prolonga sobre la costa, cuyo terreno presentaba ondulaciones a manera de trincheras naturales. Por una orden general este sitio fue bautizado como El
Campamento del Alto de la Alianza.

GRAVE ERROR EN QUEBRADA HONDA

Entre tanto, el ejército chileno comandado por el general Baquedano, después de una campaña de vandalismo en Moquegua avanzó sin oposición a Sama, pasando luego a Buenavista y Las Yaras, para finalmente acantonar en Quebrada Honda, a tres leguas del campamento de los aliados. A última hora el presidente boliviano Narciso Campero, director de la guerra, consciente de la incontestable superioridad material del enemigo, intentó caer por sorpresa sobre el acantonamiento enemigo, pero las tropas se extraviaron en plena marcha, porque ninguno de los jefes tenía una brújula y una espesa camanchaca cubría toda visibilidad.
Fue el coronel Cáceres quien advirtió del error al director de la guerra, ordenándose detener el avance en medio de la mayor confusión: “Hízose indispensable rectificar la dirección, y para esto el general Campero mandó variar a la izquierda las divisiones que tenía a sus órdenes, las cuales al efectuar el movimiento se encontraron de frente con las del centro, encuentro que produjo la mayor confusión, por lo cual ordenó hacer alto a todo el ejército. Pero entonces ya no se sabía a qué distancia del enemigo se encontraban nuestras tropas, y convencido de que estábamos extraviados en la ruta de marcha, el general en jefe mandó a sus ayudantes hacer fogatas en
el Alto de la Alianza. Poco después, en efecto, quedaba alumbrado el paraje, y las divisiones recibieron orden de volver al campamento. El ayudante que fue a trasmitir esta orden al general Montero (que iba por la izquierda), lo encontró perdido en el campo y casi a la mano del enemigo, de donde pudo, felizmente, contramarchar. En esta descabellada marcha y contramarcha nos sorprendió el día, fracasando así la intentada sorpresa de Quebrada Honda”.
Se tuvo que regresar al Alto de la Alianza en las últimas horas de la madrugada de aquel aciago 26 de mayo de 1880, en medio de una espesa neblina, con un frío que calaba los huesos y por un arenal que sobrepasaba el tobillo de los caminantes. Muchos de ellos sólo calzaban ojotas y llevaban como uniforme un paupérrimo traje. En el ir y venir de Quebrada Honda se pasó toda la madrugada, de modo que los aliados no tuvieron tiempo para dormir, y tampoco para alimentarse, pues al despuntar la mañana se inició el fuego de la artillería chilena.
Pese a todo, todos los defensores del Alto de la Alianza tomaron de inmediato sus puestos de combate, incluidos los muchos civiles que llegaron de Tacna en la víspera. Campero recorrió toda la línea, deteniéndose ante cada cuerpo, improvisando arengas para enardecer el entusiasmo bélico de los combatientes, mientras las bandas de guerra ejecutaban las marchas nacionales del Perú y Bolivia.

LA INSIGNIA DEL “ZEPITA”

A las once de la mañana, desplegadas las tropas chilenas en amplio ataque frontal, se trabó el combate en toda la línea, sosteniéndose los aliados sin ceder un paso. Intensas fueron las primeras horas de lucha y cerca de la una de la tarde el resultado pareció favorecer a los aliados, compitiendo en heroísmo los batallones peruanos “Zepita” y “Cazadores del Misti” con los
bolivianos “Sucre” y “Colorados”. Esto entusiasmó tanto al coronel Camacho que ordenó un contraataque de conjunto, pero esto iba a resultar adverso porque no toda la línea pudo avanzar y porque los chilenos recién ponían en acción a sus numerosas tropas de reserva, declarándose la derrota de los aliados a eso de las tres de la tarde. Cedamos aquí la narración al coronel Cáceres:
“El (contraataque) se inició, saliendo fuera de la línea, con el avance de mi división, la de Suárez y la de Castro Pinto. Apenas había adelantado yo unos cien metros a la cabeza de mis batallones “Zepita” y “Misti”, cuando perdí el caballo. Mi ayudante, capitán Lazúrtegui, me dio el suyo, que
también quedó pronto inutilizado. Mi segundo jefe, comandante Llosa, al avanzar sobre el enemigo, recibió un balazo en el pecho, que le mató instantáneamente; su caballo, sintiéndose sin jinete, partió a la carrera, pero fue alcanzado por uno de los oficiales; al tiempo de poner el pie en el estribo, fue arrancado éste por una bala y hube de montar por el lado opuesto. De los
ayudantes que me acompañaban cayeron los capitanes Chacón y Cabello. El abanderado, teniente Padilla, cayó haciendo flamear la bandera en medio de la lucha, y ordené al teniente castellanos que recogiera la insignia del “Zepita”.
“Nuestro contraataque seguía, en tanto, pertinaz. Los “Colorados” rivalizaban con nuestros bravos del “Zepita”, y la refriega tornábase cada vez más enconada. Aliados y chilenos acometíanse furiosamente, haciendo extraordinarias proezas. Con todo, nuestro decidido empuje adelantaba; pero nos faltaron refuerzos para cubrir las bajas y sostener la impulsión del
contraataque, refuerzo que ya no era posible obtener porque todas las reservas estaban empeñadas en la línea de combate”.
“El enemigo, fuertemente reforzado, volvía, en tanto, al ataque. La lucha era tremenda. El fuego que se nos dirigía de todas partes diezmaba mi división y la de Suárez, y hubo momentos en que estuvimos en un tris de ser completamente envueltos, pues el resto de la línea no había acompañado nuestro avance, por hallarse también combatiendo duramente en sus propias
posiciones. Varios jefes habían ya caído en la porfiada lid, muertos o heridos; y a poco fue también herido el valeroso coronel Camacho, comandante general del Centro. El general en jefe, que no perdía detalle en la conducción de la batalla, ordenó al instante al coronel Ramón Gonzáles sustituirle”.
Abrumados por el número y la potencia de fuego de los chilenos, y con casi todos los batallones en cuadros, retrocedió el ejército aliado, ordenándose finalmente su retirada, que cubrió con gran esfuerzo el batallón “Zepita”, perdiendo en esa sacrificada acción el ochenta por ciento de sus efectivos. Cáceres, que dirigió esa maniobra, dijo con orgullo que sus hombres dejaron el
campo reteniendo su bandera.

UN HEROÍSMO SUPERIOR A TODO ENCOMIO

Cayeron de los aliados cerca de 2,500 combatientes, entre muertos y heridos, vale decir, un tercio del efectivo total. Hubo especial ensañamiento contra los heridos peruanos, repasados en el campo y en las ambulancias por chilenos que quisieron vengarse así de su derrota en Tarapacá.
Las diversas unidades peruanas, con el brillante ejemplo de sus jefes y oficiales, hicieron prodigios de valor antes de ser diezmadas. “Tan cierto es que el ejército peruano ha luchado con bizarría -escribió Montero-, que de los doce batallones que tenía bajo mis órdenes, han muerto seis primeros jefes, y un comandante general, cuyos nombres guardará con orgullo la historia
patria. El señor coronel don Jacinto Mendoza, que comandaba la cuarta división; los coroneles Barriga, Fajardo, Luna; los tenientes coroneles Mac Lean, Llosa y el comandante Samuel Alcázar, que mandaban respectivamente los batallones “Huáscar”, “Cazadores del Rímac”,
“Cazadores del Misti”, “Arica”, “Zepita” y la columna de Tacna, han luchado con un heroísmo superior a todo encomio. Aparte de tan sensible pérdida, hemos tenido también la de muchos segundos y terceros jefes, sin contar con el gran número de heridos”.
Murieron del lado boliviano el coronel Eleodoro Camacho, de valeroso comportamiento en el combate, y el general Juan José Pérez, jefe de estado mayor general del ejército aliado, cuyo último aliento fue destinado a encomendar la continuación de la alianza peruano-boliviana. Contrariando ese ideal, los grupos de poder bolivianos, envueltos en discordias internas,
decidieron retirarse de la guerra, facilitando así los planes de Chile contra el Perú. Ello no desdice la comunidad de sentimientos que unió siempre a ambos pueblos, fraternidad sellada con la sangre derramada en el Alto de la Alianza:
“Peruanos y bolivianos -dice Cáceres- superáronse en decisión y valor, y en el campo de batalla quedaron valientes jefes y oficiales, caídos juntos en defensa de su patria y su bandera. Y entre los cuerpos de tropa distinguiéronse los famosos batallones “Zepita” (peruano) y “Colorados”
(boliviano), que rivalizando en bravura escribieron una nueva página de heroísmo en sus gloriosas tradiciones”.

EPÍLOGO

Anota Jorge Basadre que “las ventajas del número, del armamento y de la artillería chilenos contribuyeron al resultado final. La victoria, titubeante durante varias horas, se inclinó por ellos claramente, ya a las dos de la tarde.
En una carta particular a su esposa, el coronel Velásquez, jefe del estado mayor chileno, declaró: “Para qué digo el papel brillante que desempeñó la artillería. Los extranjeros en Tacna están sorprendidos de nuestra artillería y los peruanos dicen: “Que gracia, pues, por eso ganan los chilenos”.
Por su parte, el historiador chileno Vicuña Mackenna llamó la atención sobre la diferencia de los rifles. El Comblain chileno “hizo maravillas en Tacna (mientras) que los peruanos, por el contrario, armados más como turba que como ejército, lucharon con la irredimible desventaja de la variedad de sus rifles de precisión. Sólo el “Zepita” y el “Pisagua” estaban armados de rifles
Comblain. Los “Cazadores del Cuzco” y el batallón de Morales Bermúdez tenían Peabody americano de largo pero fatigoso tiro, mientras que los cuerpos organizados en el sur se batían con el ya anticuado Chassepot y los demás, especialmente los bolivianos, con el Remington”.
Y pese a tantas carencias el ejército aliado cayó con todos los honores.
Los restos peruanos se retiraron por Tarata, donde Montero convocó una junta de jefes en la que Cáceres, porfiadamente, exigió acudir en apoyo de Bolognesi, siendo desechada su demanda: “En la junta, que presidió Montero, le invoqué la obligación que tenía, como comandante en jefe, de no abandonar la parte del ejército que se hallaba en Arica, a la que podíamos proteger con las
fuerzas reunidas en Tarata. Respondió Montero que él había dado ya la orden para que se retirasen aquellas tropas, y que, por consiguiente, sería impía inútil cualquiera otra medida. En seguida se resolvió la marcha hacia Puno”. A decir verdad, Bolognesi no llegó a recibir esa orden, aunque después de la toma del Morro los chilenos hicieron público el siguiente documento:
“Señor ministro Amunátegui: En Arica se has encontrado el siguiente parte de Montero después de la gloriosa batalla de Tacna: “No piensen en resistir, que la ira de Dios ha caído sobre el Perú”. Lynch”.
En Lima, según testimonios de José María Químper y Manuel González Prada, Piérola en privado y sus seguidores en público no ocultaron su regocijo al conocer la destrucción del ejército al que calificaron como “último resto del edificio levantado por el último gobierno”, conforme anota Mariano Felipe Paz Soldán. Francisco Bolognesi, como imaginando tan increíble trastorno,
confiaría a su noble esposa esta amarga conclusión: “Los días y las horas pasan como golpes de campana trágica que se esparcen sobre este peñasco de la ciudadela militar, engrandecida por un puñado de patriotas que tienen su plazo contado y la decisión de pelear sin desmayo para no defraudar al Perú... Dios va a decidir este drama en el que los políticos que fugaron y los que asaltaron el poder tienen la misma responsabilidad. Unos y otros han dictado, con su incapacidad, la sentencia que nos aplicará el enemigo. Nunca reclames nada, para que no se crea que mi deber tiene precio”.

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