viernes, 10 de junio de 2011

Discurso pronunciado por la Prof. Milagros Martínez Muñoz honrando el 166 aniversario del natalicio de Antonia Moreno de Cáceres




Señor Presidente Nacional de la Orden de la Legión Cáceres

Dignos Legionarios y Brigadistas de Cáceres

Damas y Caballeros:

Nos congrega en esta hermosa plaza la conmemoración de una fecha muy especial en el Calendario Cívico Patriótico próxima a celebrarse, el 166 aniversario del nacimiento de Antonia Moreno de Cáceres, a quien con toda justicia reconocemos como la Máxima Heroína de la Guerra del Pacífico, digna y excelsa patriota, paradigma inmortal de la mujer peruana.

Y quiero empezar esta breve alocución manifestando mi gratitud al Consejo Directivo de nuestra Orden de la Legión Mariscal Cáceres, por concederme el inmerecido honor ocupar esta tribuna para compartir con ustedes unas breves reflexiones en torno a la trayectoria ejemplar de Antonia Moreno Leiva, compañera del Conductor de La Breña don Andrés Avelino Cáceres.

Al desatarse la guerra de agresión chilena en 1879, ella contaba con 34 años de edad y solo tres de casada. Había nacido en Ica el 13 de junio de 1845 y contrajo matrimonio con el coronel Andrés Avelino Cáceres en Lima el 2 de julio de 1876. De esta unión nacerían tres hijas: Lucila Hortensia, Zoila Aurora y Rosa Amelia, no queriendo el destino que un hijo varón continuase de esta estirpe el apellido Cáceres. Con profundo dolor recordaría Antonia que un hijo suyo nació muerto en medio de los avatares de la Campaña de La Breña. Pero las hijas hicieron honor al apellido, sobre todo Zoila Aurora Cáceres, que alcanzó renombre mundial como escritora, haciendo famoso el seudónimo de Evangelina.

El nombre de Antonia empieza a mencionarse tras las desgraciadas jornadas de San Juan y Miraflores, cuando no encontrando a su esposo y temiendo por su vida se la ve recorrer las calles de Lima en su búsqueda. Cáceres había esquivado a la muerte pero optó por ocultarse de los chilenos, que siempre quisieron cobrar venganza del joven coronel que los había derrotado en Tarapacá.

Antonia debió desvelarse para atender a su herido esposo en las varias casas que le dieron asilo para no caer en manos de los chilenos. Y con mucha preocupación lo escuchó decir que no habría de deponer las armas, sino que tan luego estuviese repuesto partiría al interior del país para continuar la resistencia al invasor extranjero.

Así, una vez más se despidió de él, que partía para la sierra. Y se quedó en la capital ocupada para velar por sus pequeñas hijas. Pronto, sin embargo, comprendió que no podía permanecer al margen de la lucha emprendida por su heroico compañero al otro lado de la cordillera. Aunque consciente de los riesgos que iba a acarrear esa decisión, decidió tomar parte activa en la resistencia, no obstante entender que al hacerlo ponía en peligro a toda su familia.

Ella estuvo en todo momento al tanto del desarrollo de los sucesos que conmovían al país, reuniendo en torno suyo a un esclarecido grupo de patriotas que habían decidido servir Lima al Ejército del Centro. Conspiraba Antonia exponiéndose a toda clase de peligros, propagaba por doquier la causa de la resistencia y procuraba tesoneramente el acopio de armas y municiones, que secretamente enviaba a la sierra.

El interés de la patria se antepuso a todo. Claro que Antonia amaba entrañablemente a sus tres pequeñas hijas, Lucila Hortensia, Zoila Aurora y Rosa Amelia, y precisamente ese amor le decía que era preciso formarlas con el ejemplo, haciéndoles comprender que el padre se hallaba ausente porque a esas horas era lo requería un deber mucho más trascendente, el que todo buen peruano tenía con la patria.

Así aleccionadas fue que las tres pequeñas pudieron sobrellevar con admirable paciencia un intenso trajín que iba a durar varios años, entendiendo que su abnegada madre trabajaba día a día en apoyo del padre ausente, por cuya vida elevaron sus plegarias cada noche, a veces tal vez en medio de lágrimas.

Antonia pudo llevar adelante su noble misión gracias a que tuvo la comprensión y el apoyo de leales servidores y amigos. Para empezar, sus empleadas del hogar, Helena y Martina, que cuidaron con esmero de sus pequeñas. Mostró Antonia un especial cariño por Martina, muchacha ayacuchana sobre quien escribió: “Por la delicadeza de su tipo señorial, se diría que descendía de alguna princesa incaica”.

Otra gran ayuda fue la que le brindó Gregoria, a quien ella describió como “una morena alta, delgada y muy audaz”. Resulta admirable saber que esta humilde patriota caminaba por las calles de Lima, en medio de los chilenos, portando fusiles “bien atados a la cintura, disimulados bajo sus largos vestidos y sosteniendo al brazo un cesto de municiones ocultas entre las legumbres”, conforme anotaría Antonia.

El coraje de la negra Gregoria no admitió el miedo, pues ella siempre supo a qué se arriesgaba. “Si me cogen los chilenos, me fusilan”, dijo alguna vez, pero sin acobardarse un ápice.

Esas armas y municiones se escondían en el teatro Politeama, cuyo dueño el caballero italiano Nicoletti apoyó la cusa patriota convencido por la prédica de nuestra heroína. Desde el teatro, con toda clase de argucias, esas armas y municiones eran sacadas a la sierra, para servir al Ejército de La Breña.

Poco era lo que en tales circunstancias se podía conseguir y es de admirar de qué medios se valió Antonia. Hubo una noche en que venciendo todo temor desenterró en el Jardín Botánico varias bayonetas allí escondidas por el doctor Colunga.

Y entre las amistades leales Antonia citaría también a varias damas de alcurnia, como Rosa Elías, Laura Rodríguez de Corbacho, Clara Lizárraga y la señora De la Torre.

Antonia no apoyó bandos, sino que como su esposo Andrés Avelino Cáceres, vio siempre la necesidad de forjar la unidad nacional. Por eso en Lima trató por igual a los civilistas que en Lima apoyaban al presidente provisorio García Calderón como a los seguidores de Nicolás de Piérola, por entonces ejerciendo la dictadura en el Centro.

Puede decirse incluso que formó parte del Comité Patriótico de Lima, pues tuvo varias entrevistas con Luis Carranza, Carlos Elías, Pedro Elguera, Federico Luna y Peralta y el obispo Tordoya, miembros prominentes de esa institución.

Fueron dos veces las que Antonia salió de Lima en busca de Andrés Avelino Cáceres. La primera con el objetivo de acordar con él la forma más adecuada para trasladar las armas que reunía en la capital, y también para trasmitirle una propuesta del gobierno de García Calderón, que quería contar con su apoyo. Confió entonces el cuidado de sus pequeñas hijas a las religiosas del Sagrado Corazón.

En esa primera salida partió acompañada solo de José Corbacho, Laura Rodríguez y Clara Lizárraga, en una sorprendente acción temeraria que les permitió burlar el control de las guarniciones chilenas estacionadas hasta Chosica.

Venciendo otras varias dificultades Antonia pudo llegar a Matucana, campamento patriota en el que fue recibida con tremenda sorpresa, pero con mucho entusiasmo. Recién allí se enteró que Cáceres se hallaba en Cerro de Pasco, por lo que decidió marchar a su encuentro con una pequeña escolta que le proporcionaron los jefes patriotas.

Subir por difíciles senderos, que se elevan a tres y cuatro mil metros de altura, soportando un gélido e intenso frío, doblegó entonces sus fuerzas, y al verla caer víctima del soroche en Chicla, sus acompañantes decidieron llevarla de regreso a Matucana.

Allí la encontró Cáceres, reprochándole con ternura haberse arriesgado tanto. Pero no ocultó su alegría al escucharla decir que había dejado Lima solo “por el deseo de verlo y de servir a la patria”.

En lo que sí mantuvo Cáceres su férrea voluntad fue en rechazar la propuesta de García Calderón, que incluso le ofrecía una vicepresidencia. Escuchando sus poderosas razones, ella recordaría que “Cáceres no aceptó porque su única ambición era arrojar al invasor de nuestro territorio”.

Estando en Matucana Antonia vio llegar a Ezequiel de Piérola, quien casi le destrozó el corazón al referirle que en Lima su hogar había sido allanado por los chilenos, que se habían llevado presas a sus empleadas y que también habían cogido a sus pequeñas hijas.

“Creí morir de dolor”, recordaría Antonia, narrando ese pasaje de su azarosa vida, y de inmediato emprendió el regreso a Lima, llegando a la capital “casi sin aliento”. No se detuvo sino en la puerta del convento, donde recién pudo recobrar un poco de tranquilidad, al saber que sus pequeñas estaban bien.

Para suerte de ellas, el coronel Febres llevó oportuno aviso a las religiosas, que las pusieron a buen recaudo. Antonia hubiese querido comunicar la noticia a su esposo, recordando que al despedirse de él en Matucana lo vio también traspasado de dolor.

Escenas como éstas habrían de repetirse varias veces a lo largo de la guerra, y describen la dimensión humana de los protagonistas, que ha merecido aún el análisis de los historiadores.

La situación no era tranquilizante. La casa de la familia Cáceres, en la Calle San Ildefonso, había sido allanada y la ocupaba el jefe del ejército invasor. Antonia describiría a Patricio Lynch como lo que en verdad fue, un redomado rufián:

“Éste soñó sin duda -refirió nuestra heroína-, que la ocupación de Lima por sus tropas le daba derecho para adueñarse de las mansiones pertenecientes a los jefes peruanos, y, a mano militar, se instaló en mi domicilio… Su amor a lo ajeno era decidido, pues en casa no quedó nada”.

Antonia tuvo que permanecer escondida durante algún tiempo, junto con dos oficiales que la escoltaron desde Matucana, y lo que causa admiración es saber que precisamente fue con ellos que envío a la sierra un nuevo cargamento de armas y municiones, incluido un pequeño cañón. El encuentro con Cáceres había retemplado su patriotismo, según iba a referir en sus “Recuerdos de la Campaña de La Breña:

“Mi dignidad de peruana se sentía humillada viviendo bajo la dominación del enemigo, y decidí arriesgar mi vida para ayudar a Cáceres a sacudir el oprobio que imponía el adversario. Mi viaje a la sierra, donde pude ver a ese puñado de héroes resueltos a sufrir y luchar solo por salvar el honor del Perú, animó mi espíritu rebelde… Y entonces me entregué, con todo el ardor de mi alma apasionada, a la defensa de nuestra santa causa”.

Gracias a gestiones de García Calderón ante Lynch, Antonia pudo volver a su hogar, pero sin descansar un solo día en sus tareas de conspiradora. El destierro de García Calderón le dio ocasión para convencer a muchos que la única alternativa era plegarse al Ejército de Cáceres. Ella misma lo refirió con estas palabras:

“Aprovechando de la dispersión causada por el destierro del gobierno de La Magdalena, pude conquistar, por mi parte, a los de buena voluntad, y logré mandar entonces a muchos jefes, oficiales y soldados, quienes disfrazados, llenos de bélico entusiasmo, salían de Lima para alistarse entre los más intrépidos y generosos hijos del Perú”.

El relato de Antonia saca del olvido a ilustres desconocidos, como el señor Ramos, “que armó por su cuenta a algunos hombres y fue a reforzar el ejército de la resistencia”.

Esos patriotas llevaron hasta el cuartel de Matucana detalladas noticias sobre la febril actividad de nuestra heroína, lo que inquietó tremendamente a Cáceres. Temiendo que su fiel compañera y sus hijas fueran víctimas de la venganza chilena, Cáceres le escribió varias cartas llamándola a su lado, cartas escritas en “tono angustioso”, según recordaría la propia Antonia:

“Ven -me decía-, no te expongas más, ni expongas a nuestras hijas. Si las cogieran a ustedes yo tendría que entregarme para salvarlas del sacrificio. Y entonces, ¿quién sostendría la resistencia nacional? Yo necesito de toda mi serenidad para continuar esta lucha, que no debe cesar hasta que logre arrojar al invasor. Preparen el viaje. Mandaré a uno de mis ayudantes para que las traiga”.

Pese a tan dramático llamado, Antonia decidió permanecer en Lima hasta “que todo fuese despachado”. Con estas palabras hizo referencia a la remisión de armas. Y fue en ese trajín que se hizo más sospechosa ante la autoridad chilena. Viéndose constantemente vigilada decidió esconderse una vez más, ahora acompañada de sus tres pequeñas hijas, decidida ya a salir de la capital.

Fue un error suyo confiar en terceros para obtener un salvoconducto del jefe chileno Patricio Lynch. Lo hizo porque veía muy difícil burlar la vigilancia enemiga, y la convenció de ello su amiga Rosa Elías, quien se encargó de contactar con Teresa Orbegoso para que ésta solicitase dicho salvoconducto.

La versión de Antonia es bastante ilustrativa para constatar que algunas damas peruanas eran muy amigas de Patricio Lynch: “Teresa Orbegoso -anotó- gozaba de gran influencia con el jefe de la ocupación, el que, según se decía, nada le negaba”.

Como pasaban los días sin que llegara el salvoconducto, Antonia temió lo peor y decidió partir de inmediato, en compañía del capitán José Manuel Pérez, ayudante de su esposo. Y a pesar de situación tan difícil, antes de partir se dio tiempo para preparar las claves que servirían para intercambiar comunicaciones con los patriotas que quedaban en la capital.

Dejar Lima fue toda una odisea. El capitán Pérez, disfrazado de criado, salió por delante acompañado de las fieles servidoras, para esperar a Antonia en la Portada de Cocharcas. Algunas horas después nuestra heroína dejó su casa de San Ildefonso, llevando de la mano a su hijita menor, Rosa Amelia, enviando por delante a sus otras dos hijas, Lucila Hortensia y Zoila Aurora.

Muy nerviosa y creyendo que era muy peligroso continuar a pie, al llegar a la casa del señor Gómez Silva, jefe de los pierolistas en Lima, le solicitó un coche, para salir más rápido. Pero este pierolista, “temeroso de comprometerse”, le negó el servicio.

Antonia se encaminó entonces a la plaza más cercana, buscando un coche que tuviera un conductor negro, porque su color le garantizaría que no era chileno. Por esos días, había en Lima cocheros chilenos, que valiéndose de ese oficio se desempeñaban como espías.

Abordó con sus niñas un coche conducido por un mulato, que las llevó hasta el Tambo de Cocharcas. Allí se les unió el capitán Pérez, pero su disfraz asustó al cochero, que se negó a seguir adelante. Con las patrullas chilenas cerca no hubo más alternativa que subirse a una carreta que por allí pasaba, cuyo conductor en vez de llevarlos a Tebes los condujo a San Borja, pues era siervo de esta hacienda.

En el camino burlaron increíblemente a una patrulla chilena: la angustia del rostro de Antonia y el desaliño del capitán Pérez debieron ser tales, que los chilenos los confundieron con familiares del cochero, habiéndose antes escondido las niñas en medio de la carga de alfalfa que llevaba la carreta. Una imagen semejante a las de la Revolución Francesa, recordaría más tarde nuestra heroína.

El mayordomo de San Borja, “un formidable moreno, negro tinto que vestía poncho y un sombrero de grandes alas”, consintió que la carreta prosiguiese a la hacienda Tebes, cuyo propietario, el señor Juan Urmeneta, los alcanzó en el camino, acompañado por una comitiva de patriotas que iban a unirse al Ejército de Cáceres. Antonia habría de recordar este pasaje con sentida nostalgia:

“Todos estaban armados, prontos a la aventura que los llevaría a conquistar un rayo de gloria, allá en las altas cumbres de los Andes. ¡Y cuántos de esos buenos muchachos, tan bravos como generosos, quedaron para siempre entre los formidables peñascos!”.

En Tebes solo hubo un momentáneo descanso tras el cual, advirtiendo el temor de Antonia por la proximidad de los chilenos, la rodearon esos patriotas para jurar solemnemente que la defenderían a ella y a sus hijas, incluso a costa de sus vidas:

“No tema nada, señora -le dijeron-; ni a las niñas ni a usted las tocarán. Si nos encontrásemos con fuerzas chilenas nos batiríamos para que pudiesen escapar, y antes de cogerlas, tendrían que pasar sobre los cadáveres de todos nosotros”.

Las lágrimas fluyeron de los ojos de nuestra heroína ante tan bella y emotiva promesa. Y al recobrar sus bríos, acomodó a sus hijas en sendos caballos, montó a su vez una noble cabalgadura, y emprendió casi a medianoche el difícil tramo controlado por el enemigo.

Un inteligente negro cañetano guió a la comitiva patriota. Antonia recordaría que sus pequeñas no pudieron contener el llanto, asustadas por la oscuridad y porque nunca habían montado a caballo. Se detuvo a consolarlas, les explicó la situación, logró calmarlas y ellas incluso se alegraron cuando sus acompañantes decidieron llevarlas cargadas adelante en sus respectivos caballos.

Marcharon por la Tablada de Lurín, cruzando sus arenales sin ser molestados por los bandoleros que infestaban ese paso. Sortearon luego los pantanos de Villa, toda una hazaña pues solo se alumbraron con un farolito de juguete que la pequeña Zoila Aurora llevó de casualidad. Y tuvieron que apagar luego esa débil luz, para no ser vistos por la guarnición chilena estacionada en Cieneguilla.

A media madrugada cruzaron por en medio de las ruinas de Pachacámac, entonces más impresionantes que ahora. Y a eso de las cuatro de la mañana entraron al caserío de Huaycán. Cansados como estaban no pudieron contener el sueño y se tumbaron sobre el suelo. Antonia recordaría que sus pequeñas fueron despertadas por las aves de corral que al rayar el sol acudieron a picotearles el cabello.

Dejaron entonces Huaycán y tras una marcha de varias horas, divisaron al atardecer la aldea de Chontay, lo que los llenó de inmenso júbilo pues al fin estaban en territorio controlado por las guerrillas patriotas.

“Al acercarnos -recordaría Antonia-, fuimos recibidos triunfalmente con repiques de campanas y salvas de cohetes. El señor cura Ríos, el alcalde, el gobernador y todos los notables del lugar salieron a nuestro encuentro. El señor cura, gran corazón y ardiente patriota, había organizado un regimiento de bravos guerrilleros para impedir el paso de tropas enemigas.

“El pueblo nos acogía cariñosamente y no cesaba de vitorearnos. Comprendían que íbamos a compartir sus sacrificios en los horrores de la guerra y, agradecidos, nos halagaban afectuosamente. Las demostraciones de esta buena gente nos levantaban el espíritu, después de tantas inquietudes como acabábamos de sufrir”.

Antonia, recibida como lideresa por sus notables servicios en Lima, y por ser esposa del Jefe de La Breña, mostró ante todos sus cualidades de madre ejemplar. Siempre hizo gala de una modestia propia de una mentalidad inteligente, y desde el principio supo alternar con los sectores populares, especialmente con el campesinado, asumiendo como propias sus carencias y sus ideales.

En Chontay, descansando con sus pequeñas hijas “junto a un romántico árbol”, quitándoles el polvo del camino, lavándoles la cara y las manos, peinándolas, viéndolas jugar con simples piedrecitas, felices al verse libres, con las campesinas en torno suyo vistiendo trajes multicolores, todas compartiendo alegría en medio de su pobreza, Antonia dejó una bella y conmovedora imagen, que aún espera al artista que la inmortalice.

Solo una tarde y una noche permanecieron en el hospitalario pueblecito de Chontay. De madrugada, tras despedirse emotivamente del cura guerrillero Eugenio Ríos, Antonia y su comitiva prosiguieron a Cocachacra y de allí a Sisicaya, pueblo donde la bienvenida corrió a cargo del propio Andrés Avelino Cáceres, quien para recibir a su amada esposa vistió de gala junto a su estado mayor y su cuerpo de ayudantes. El encuentro fue más que emocionante, y así lo grabó Antonia:

“Cáceres estaba radiante de felicidad, al recibir las caricias de sus hijas. Las tres se precipitaron al cuello de su padre, cubriéndole de besos y disputándose sus cariños. Él reía alegremente, pues teniendo a su familia a salvo y contando con el abnegado ejército, podía luchar serenamente en defensa de todos los hogares peruanos”.

Fue así como Antonia se plegó al Ejército de La Breña.

Estimados Legionarios y Brigadistas de Cáceres:

Hasta aquí llegamos hoy en estas reflexiones en honor de esa admirable mujer que fue Antonia Moreno de Cáceres. Su accionar en la Campaña de La Breña fue incluso más impresionante, con pasajes aún más emotivos que los rememorados en esta breve alocución, que apenas ha tocado una página de su biografía.

Creemos que estudiando y difundiendo su libro de memorias titulado “Recuerdos de la Campaña de La Breña”, sabremos honrarla mejor en el hogar, en la escuela, en el cuartel; con nuestros padres, con nuestros maestros, con nuestros hijos, con nuestros alumnos y con nuestros camaradas.

Aunque tal vez todo lo que podamos decir en su homenaje habrá de ser poco en comparación con su inmensa valía.

Porque Antonia Moreno de Cáceres forma una trilogía inmortal con Micaela Bastidas y María Parado de Bellido, figuras cumbres de la historia del Perú.

En esta mañana de junio, congregados en esta hermosa plaza del distrito de Surco, ante la efigie de Antonia Moreno de Cáceres, solo cabe comprometernos con ser fieles a su inmortal legado de amor a la patria.

Honremos en todo momento su recuerdo y reconozcamos en ella, hoy y siempre, a la abnegada patriota, a la madre ejemplar, a la leal compañera, a la lideresa popular y a la representante excelsa de la mujer peruana.

¡Viva Antonia Moreno de Cáceres!

Muchas gracias.

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